Tenía la vista nublada, pesada y
en cada forzoso parpadeo, veía tan solo rastros de lugares difusos que se
apagaban rápidamente. Su garganta estaba reseca y, en cada tosido sentía
desgarrar su pecho en un ahogo continuo. Las manos callosas, impregnadas de polvo
y barro, cuando palpaban el césped del cerro con aroma a eucalipto y a orines,
sentía la humedad en las palmas, una frescura que le tranquilizaba todo el
cuerpo, era un ligero arroyo que recorría a lo largo de sus venas, llegando a
la espalda, produciéndole un raro éxtasis que lo obligaba a quedarse ahí,
recostado, toda la tarde, quizás toda la vida.
No importaba que los rayos de una
tarde sofocante empezaran a quemarle el rostro, la barba abundante ocultaría la
quemazón en la piel. No importaba que el aguijón de esta roca le tallara la
espalda, los leves, lejanos aullidos de los perros ocasionaban un tranquilo
sonido familiar así ahora no recordara el momento. Todavía con los ojos
cerrados, empezó a escarbarse los bolsillos de su chaqueta mohosa. Primero palpó
migajas de arroz duras, luego un papel arrugado aun con vestigios de tinta
china que al pasar el pulgar por segunda vez sintió de nuevo el líquido frío
hiriéndole todo el brazo. Al encontrar con su mano la piel rugosa y congelada,
los dedos deformes y tiesos, cubiertos de rústicos vellos erizados, trató de
tragar saliva sintiendo la rudeza de su garganta cada vez que unía su paladar
con la lengua. “Ya casi vienen”, pensó o susurró. El silencio era tan fúnebre
que los sonidos lejanos se confundían fácilmente con su voz apagada junto con sus
resuellos pausados. Todo era una ola fugaz de sonidos que se perdían cuando la
primera capa transparente de brisa le empezaba a despeinar el cabello abundante
y desordenado. “Tengo nervios”, susurró, ahora sí reconocía su voz ahogada,
débil y vaga que, poco a poco iba adoptando un sonido propio, a veces como de
aquel loro que se escuchaba en la terraza de alguna casa allá abajo, otras como
la del traqueteo de alguna camioneta. Inútilmente trató de abrir los ojos. Las
pestañas se empecinaban en permanecer juntas, como si el calor les hubiera
arrojado el mismo pegamento con que pegó las uñas de aquella mano. Sintió
pánico, tanto que trató de levantarse con ímpetu, descender a ciegas el cerro
sin importar que se tropezara, se rompiera un brazo, se raspara las rodillas,
la cara, que la sangre brotara a medida que corriera, mezclándose con el sudor
de tres días, sin importar que de su boca y sus axilas trascendiera un aroma
pestilente a ajos, sin importar que al cruzar a tientas la carretera el pitido
estridente de algún bus o taxi, seguido del inevitable insulto, estuviera a
punto de arrollarlo. Había que escaparse, refugiarse en algún chircal donde
hubiera alguna especie de cueva, refugiarse en algún asilo de ratas, sentirse a
salvo, libre del mundo de afuera, a pesar del frío que
empezara a carcomer sus huesos, a pesar de sentir con temor el chillido de las
ratas que provocaran ese nefasto eco monótono.
Antes de reconocer la escasez del
aire, antes de mover con dificultad su cuerpo frágil como una hoja, alcanzó a
persignarse dos o tres veces seguidas con la mano izquierda. Sentía el
martilleo en la frente, en el vientre y en los hombros cada vez que sus dedos
largos y deformes pasaban con rudeza y vaga devoción, mientras exhalaba una
serie de plegarias incomprensibles, susurrantes. De nuevo el dolor en el
vientre, de nuevo la sensación amarga de culpabilidad, de franqueza con sí
mismo, de considerarse el único ser despreciable que ni siquiera merecía ser
fugitivo (porque al menos los fugitivos tenían un aspecto menos caótico que
aquella, su figura famélica, sin rostro y con el alma disuelta en recuerdos
casi difusos). La herida, que hasta ahora se había detenido por los efectos de
la sal y el limón, empezaba a talar en las costillas, el líquido tibio empezaba
a recorrer a lo largo del vientre, provocándole un ligero ardor que logró
llegar hacia la garganta para aumentarle la sed. Ahora ya no importaba la
ceguera, bastaba con solo percibir los sonidos lejanos para darse cuenta, por
fin, que se encontraba a salvo transitoriamente.
Con los resplandores de una tarde
bochornosa, la respiración se extinguía constantemente (ya no valía ni siquiera
abrir la boca, llamar el aire con un movimiento endeble del estómago), creyó
estar muerto por leves momentos, se imaginó que ya habían llegado, impasibles,
blandiendo sus cuchillos, sus hachas, sus punteros, que empezaban a romperle
los huesos, que cada golpe era un crujido despiadado que lo aproximaba al otro
mundo ¿o ya en este mundo? Las risotadas, los escupitajos, los rostros
amenazadores, se aliaban en su imaginario cuando trató de levantarse nueva e
inútilmente. Y de nuevo el miedo, de nuevo la impresión angustiosa por estar
vivo en esta tierra, así estuviera agonizando en este cerro. Su vínculo con el
mundo era bastante sencillo antes de encontrarse con aquella, antes de correr
precipitado para salvar su tranquilidad diaria. Acostumbrado siempre a
levantarse muy puntual a las seis, servirse el tinto antes de que la mujer
moviera su cuerpo regordete y espacioso, luego salir a cargar bulto en el
líchigo hasta el mediodía, regresar a la casa para comerse el mismo arroz
desabrido sin nunca renegar, regresar a la una y continuar cargando bultos,
esta vez de papas hasta las nueve que el dueño cerrara. Cuando terminaba la
jornada, estiraba con sumisa euforia tres billetes arrugados que los guardaba
con desconfianza. Estaba seguro que jamás volvería a ese estado de sosiego de
casi treinta años. Se imaginaba a la mujer desamparada, recostada en la cama y
ahogándose en su odio. Al niño, torpe y silencioso, con la imagen presente de
un padre que se fue con alguna amante, dejándolo con la enorme responsabilidad
de sobrellevar la pobreza de la casa. Las lágrimas finalmente empezaron a
brotar. Eran tan frías que decidió bebérselas con resentimiento, sin que estas lograran
curarle la sed.
Los pasos eran olas de ruidos que
se aproximaban con precipitación y otras que parecían resuellos distantes. Tenía
los nervios acumulados en su vientre, tanto que había descendido hacia sus
piernas, formando un río cálido que le empezaba a quemar la piel. Las voces se
aproximaban. Definitivamente quería mirar sus gestos, quería presenciar así
fueran imágenes distorsionadas que su mente construyera para llevarse el odio
de sus perseguidores al otro mundo (notó realmente que aun se hallaba en este
mundo). Durante varias horas creyó que se habían marchado. ¡Lo dejarían libre!
¡Viviría tranquilo! No fue sino un grito ensordecedor diciendo: “¡Ahí está!”Que
quebró la esperanza. Movió con dificultad su cuerpo, sintiendo las voces que se
aproximaban lanzando improperios sin importarles su condición deplorable: fueron
los primeros latigazos que le empezaban a arrasar el alma. La escasa fuerza, el
escaso aire, tan solo logró que caminara unos cuantos metros. Fue un recorrido
lento y desorientado hasta tirarse y sentir no solo el miedo de la multitud que
se aproximaba cada vez más con ruidosa decisión de acribillarlo, sino que había
agotado el último resquicio de aire en sus pulmones. Empezó a patalear con
desespero, a rasgar la tierra fría que le lastimaba las uñas, trató de gritar
buscando en su interior una última fuerza que conmoviera a alguno de los
verdugos. “¡No me maten!” “¡No me maten! ¡Por Dios!” Susurró luego de poder
abrir los ojos a medias y ver borrosamente un rostro enjuto, de barba hirsuta,
lanzándole una patada en las costillas que lo obligó a rodar de bruces por todo
el cerro.
BARRIO SAN AGUSTÍN
NOVIEMBRE 1 DE 2015