INTROITO DE MEDIODÍA
El
quinto campanazo había sonado muy débil. Tan débil que todos lo confundieron
con un ruido metálico en la mitad de la calle, provocando un eco transitorio,
insustancial: Las tiendas estaban por cerrarse y los mecánicos ya habían
preparado su refugio en el parque solitario, en pleno calor de mediodía, para
dormir las dos horas suficientes que todos destinaban como pretexto para vencer
el aburrimiento. No fue sino hasta el sexto campanazo que, al desprender un
ruido mucho más alto, había despertado rápidamente el asombro y la curiosidad de
todos. Pero aún más de Doña Betty y Francelina quienes fueron las primeras en asomarse,
con gestos de mutua extrañeza, preguntándose en medio de cavilaciones sobre el
por qué al padre Herrera le había dado repentinamente por anunciar misa a esta
hora y a mitad de semana. Nunca lo había hecho. Y si se trataba de un muerto,
tenía la costumbre de anunciarlo primero por el parlante. El séptimo fue más
agudo, desprendiendo una ola de repiqueteos que alborotaron el aullido de los
perros y la preocupación de la gente.
La
mayoría se había reunido en la droguería de la esquina. Solo quedaron algunos
enclaustrados en sus casas, pero desde la ventana no dejaban de observar a la
multitud que empezaba a aglomerarse. El ruido era cada vez más insoportable. Era
inútil gritar o ponerse las manos en los oídos porque la ola de sonidos invadía
cada rincón de las casas y parecía meterse hasta en lo más recóndito de todos
los vecinos. En menos de quince minutos la desesperación se agudizaba con los
primeros llantos de los niños, que no bastaron con el ahogado regaño que les
proferían las mamás para formar pataleta y tirarse al suelo zapateando de
impaciencia. Los repiqueteos no cesaban. A veces eran ritmos acelerados,
feroces, otras, tan solo transcurrían lapsos silenciosos de tres segundos que
luego retornaban con más fuerza. A pesar del desespero de todos, ninguno pensó
en acercarse a la única iglesia que quedaba siempre en el centro del barrio,
donde había una cancha de fútbol al lado y al frente la concha acústica, donde casi
todos los domingos había venta de ropa usada y obleas a quinientos. Para llegar
allí había que cruzar la avenida más peligrosa donde casi siempre ocurrían
accidentes o desviarse por una calle medio empinada, donde había que subir
después por una escalera que daba a la concha acústica y lo primero que se
encontraba, en un mural deteriorado, era la programación de la misa matutina
con hojas amarillentas y letras borradas por la humedad de la pared. Primero había
que esperar a don Manuel, que era el tío y el único familiar del padre Herrera.
Tenía
los ojos hinchados, la boca maloliente, de su cuerpo trascendía un cálido aroma
a cobijas y a cerveza. Era delgado, de mirada distraída y siempre usaba
cotizas. Al sentir la ola de ruidos, tan solo hizo un gesto de moderada rabia y
sin prestar atención a los reproches de todos, caminó a pasos lentos justo por
la acera donde había baratillos, tabernas y líchigos. Una ola de viento, impetuosa
como el ruido de las campanas, empezó a arrasar elevando las bolsas de basura tiradas
en la mitad de la calle, seguido de una capa de polvo que se iba arremolinando,
golpeando en las caras de algunos vecinos, alzando faldas de algunas mujeres o
penetrando sin compasión en los ojos de los niños. Todos lo seguían con
reverencia. Al girar por un callejón que conducía a una de las casas más grandes
de aquella cuadra, la de doña Cristina, se detuvo un momento para recuperarse
de la fatiga. Empezó a jadear, rechazando la ayuda que le ofrecía don Isaías
quien en ese momento estaba más cerca de él. El viento se había extinguido repentinamente.
Tan solo la acostumbrada brisa de las dos de la tarde provocaba una cierta
tranquilidad que contrastaba con el sonido escabroso de las campanas. Don
Manuel se había recuperado de la fatiga y sin mirar a su alrededor, indiferente
a los incomprensibles murmullos de sus seguidores, caminó despacio hasta llegar
a la cancha, miró con desagrado a su nieto que estaba jugando con el uniforme
del colegio, indiferente al bullicio que cada vez se percibía cercano. Todos
empezaron a taparse los oídos, algunos a alejarse porque los repiqueteos
pretendían estallar los oídos de cada uno, apropiarse de todos los rincones,
consumirlos en la desesperación más profunda.
Al
frente de la iglesia se podía percibir unas ondas invisibles que se expandían
con lentitud a lo largo de los callejones, provocando golpeteos más certeros. Algunos
curiosos envalentonados se habían quedado soportando el bullicio tan solo para
presenciar que, la curiosidad no era tanto por el espectáculo de las campanas,
sino por la inminente locura del padre Herrera. Lo supieron cuando las ventanas
de la iglesia de repente se hallaron tapiadas con rejillas, los vitrales
ocultos con tablas de cama y en las dos únicas puertas había un muro de bloque
que superaba los dos metros. Don Manuel, inmóvil, sin pronunciar palabra, estuvo
durante varios minutos contemplando la inmensidad de la pared. Ya no importaba
el ruido que retumbaba en su cabeza, provocando ese constante martilleo de
campanarios que pretendían destruir sus tímpanos. Se veía indiferente. Las
habladurías de atrás que tan solo llegaban a él como un simple cosquilleo no le
desconcertaban en absoluto. Solo quería entender alguna razón convincente que
resolviera aquel inesperado ataque de locura. Todos esperaban alguna reacción
iracunda que consistiera en tratar de treparse con una correa por el muro que
aun tenía en algunos bordes la humedad del cemento, o se precipitara a correr,
con su típico aire decisivo, hacia alguna cabina para llamar a la policía. Pero
su carácter impasible demostrado con un gesto frío, inexpresivo, causó
conmoción en los que estaban allí presentes. Tan solo un leve movimiento de los
labios y un crudo chasqueo con los dedos acabaron con la posibilidad de presenciar
algún escándalo mayor que al de las campanas.
No
había ninguna razón para explicarlo. Durante varios días los gallos que
pronunciaban su acostumbrado canto desafinado, habían sido reemplazados por un eco
metálico que invadía todas las casas. En los primeros días a la gente le
impresionaba que diariamente a las siete de la mañana sonaran los campanazos de
misa como si fuera domingo y, que al acercarse a la iglesia con temerosa
reverencia, no solo hallaran el ceremonial de cantos que provenía al respaldo
de aquellos muros, sino que además percibieran una voz ronca, pausada, predicando
desde un parlante la misa de la mañana. Pero lo más asombroso de todo era ver
que en el momento de la santa cena, desde el diminuto recuadro que se alcanzaba
a ver una figura redonda, cayera la ostia y que en el instante de la
purificación, descendiera un rocío de agua bendita. Después ya era costumbre
que las beatas, los acólitos y las amas de casa se levantaran más temprano de
lo acostumbrado para dejar todo listo en la casa y concurrir con suma
puntualidad a la iglesia sin puertas ni ventanas. La misa continuaba sin
interrupciones. Lo que para la gente de otros barrios, que les había llegado el
rumor del padre Herrera y se acercaban para comprobarlo con sus propios ojos,
parecía algo extraño, para los demás vecinos ya era normal llegar a la concha,
sentarse en el piso empolvado-o algunos muy ingeniosamente, traían las sillas de
sus casas-y escuchar con reverencia las prédicas del padre atrincherado en su propia
iglesia. Ante semejante locura la mayoría de feligreses esperaban un sermón
sobre el Infierno, la condenación o el Apocalipsis, pero en cambio, entre tonos
pausados, palabras altisonantes y carraspeos repentinos, la misa parecía ser la
misma de todos los días. Nunca salía de los Salmos ni de Jeremías y por último,
la limosna la recogía el acólito quien, vestido con sus mismos hábitos gastados,
luego de cerciorarse de que todos hubiesen aportado su moneda, con una bolsa
empacaba el dinero del alfolí y lo lanzaba con admirable puntería al hueco de
la campana.
Don
Manuel tuvo que resignarse meses después al tipo de sermón que daba su sobrino.
No bastó ni la llegada del obispo, ni las amenazas de la Asamblea de Sacerdotes
que consideraban un hecho el retiro del Padre, ni las cartas que lanzaban
inútilmente al respaldo del muro con la inútil esperanza de desalojarlo. Nunca
había respuesta del Padre Herrera. Por mucho, cuando a él llegaban esta clase
de noticias era un tema que siempre relucía en sus predicaciones, lanzando
torpes sátiras que poco a poco todos iban asimilándolo. No había poder humano
que lo sacara de ahí. “Tan solo Dios podía hacerle entrar en razón”, decía del
obispo cuando supo que ahora el muro estaba pintado de un color blanco y verde
claro y que en las ventanas ahora había dibujado un crucifijo junto con la
mirada compasiva de María, tallado en algunas tablas que ahora servían de
vitrrales, luego de persignarse entre asombrado e iracundo. Y cuando le decían
sobre lo que opinaba de esta locura, no tenía temor en asegurar que todo este
arrebato del carajo no había sido otra cosa más que obra del mismísimo Satanás.
Pero
las campanas seguían sonando, cada día con más intensidad pero ahora al mediodía.
Cuando todos empezaban por lo menos a conciliar la siesta luego de recuperar la
calma. Cuando a todos les parecía normal la idea de entrar en comunión con Dios
todos los días a la misma hora. Cuando los primeros aires que daban inicio a
una tarde tranquila ahora se veía interrumpido por un sermón en la tarde. La
voz del padre Herrera se oía carrasposa, a veces ahogada y en cada intervalo de
una frase, se notaba una fatiga débil que a todos les parecía muy normal. Sus
ceremonias a veces cambiaban de orden. Unos días empezaba primero lanzando las
ostias que los feligreses en multitud se apelotonaban, dándose patadas,
halándose entre ellos el cabello, pisoteándose como si estuvieran recibiendo
oro, para comerse los diez panecitos que despectivamente salían de la iglesia,
otras veces que tan solo cantaba un estribillo para las almas del purgatorio
que tardaba cinco minutos, exclamaba un lento, casi desganado Amén concluyendo de
esta forma el sermón y todos, entre expectantes y consternados, se quedaban
boquiabiertos durante diez o quince minutos (y a veces media hora), con la
esperanza de recibir alguna clase de prédica sobre la salvación o la miseria o
el pecado de este mundo. Pero en cambio, lo que seguía después de aquella
inútil espera era nuevamente la romería de campanadas que perduraban toda la
tarde mientras todos se iban con la desazón de no poder disfrutar la siesta y
solamente asistir a un culto tan breve. “La misa más corta que he visto en toda
mi vida”, decía don Isaías con voz gangosa en las noches mientras tomaba
cerveza en la taberna de Rosita.
Ocurrió
aquella vez antes del mediodía, cuando todos ignoraban que la lluvia torrencial
no solo representaba el fin de tres meses de insoportable calor, sino la
extraña razón del porqué no había sonado las campanas. En vez de producir
euforia, hubo sorpresa. Era insólito que el acostumbrado ruido de las campanas
no despertara esta vez el susto de todos los días, ni la ira de algunos, ni el
llanto de otros. Francelina y doña Betty culparon a la lluvia. Quizás el padre
Herrera no salió esa vez porque temía agarrar un resfriado que lo condenara
varios días a la cama. Además la lluvia se había aliado con una ola de truenos,
oscureciendo el mediodía como si al contemplar el cielo mostrara un aspecto
similar al de las cinco de la tarde. Algunos se habían refugiado en sus camas
no sin antes persignarse, mirando al techo para pedirle perdón a Dios y a la
Virgen por no asistir a misa pero el frío los estaba congelando. A pesar del
aguacero, solo algunos fieles se dirigieron con dificultad a la iglesia,
librándose de los charcos y de algunos carros que con malicia pasaban empapándoles
la cara y los pies. Cuando llegaron, con los pies embarrados, fatigados y los
rostros humedecidos por la lluvia y el sudor, se refugiaron en el altar de la
concha acústica. Desde aquella distancia pudieron contemplar las gotas delgadas
que se precipitaban al barro y se perdían en los charcos, también cómo, a lo
lejos una cortina grisácea ocultaba las casas de aquel cerro donde vivían los
del Portal.
Cuando
transcurrió media hora sin que escampara, ni se oyera el primer indicio del
Padre Herrera anunciando el inicio de la misa, extrañados, se acercaron
silenciosos a la fachada donde ahora, el muro estaba cercado con alambres. En el
suelo había rastros de una ostia despedazada, que por causa de la lluvia se iba
formando una masa disgregada. Absortos, continuaron contemplando el pedazo de
ostia, sin esperar que el primer campanazo produjera el súbito espanto,
obligándolos a retroceder despavoridos y todavía con el grito de terror atascados
en sus gargantas hacia el refugio de la concha. Las campanadas fueron intensas,
desesperantes y, junto con la lluvia mostraron un marco terrorífico. De las
pocas mujeres que concurrieron a la iglesia, solo a una se le ocurrió traer a
su hijo, quien pálido de terror corrió hacia un lado de la iglesia, soportando
con asombrosa valentía el sonido escabroso de las campanas, los gritos
infructuosos de la mamá que lo amenazaba con agarrarlo a fuete y el aguacero
que parecía continuar toda la tarde. En medio de la niebla y el incipiente
granizo, don Isaías pudo ver unas manos delgadas meciéndose con desespero como
pidiendo auxilio. Era el niño que trataba de gritar y por medio de señas pedía
que alguno se acercara. Por varios minutos, Don Isaías, Don Julio Sánchez y sus
ayudantes dudaron, nerviosos. Se miraron inquietos, esperando quien se
arriesgaría a correr primero. Fue el berrido de la mamá del intrépido niño que
los forzó a acelerar el paso hasta la iglesia. Las gotas caían con más fuerza y
el sonido de las campanas eran más acelerados que de costumbre. Cuando vieron
al niño con la cara empapada, espantado, tiritando no tanto por la lluvia sino
por lo que acababa de descubrir, con voz temblorosa, ahogada, trató de balbucir
algo, eran torpes palabras que se perdían en medio del escándalo de las
campanas y de los truenos. El niño señaló débilmente hacia una parte del muro.
Los demás notaron que la lluvia empezaba a derretir la pintura blanca. Con el
pie, sin dudarlo, uno de los ayudantes empujó la débil pared, tirando
fácilmente algunos ladrillos hacia adentro. Entraron sin dudarlo. La curiosidad
de los últimos meses había vencido el temor del bullicio.
El
aroma a papel viejo y a moho cautivó a don Isaías. A pesar del vacío que había
en la iglesia, sorpresivamente su interior seguía intacto, la imagen de la
santa cruz posada a un lado de la pared, la máquina de velas encendidas
refulgían un color rojizo por aquel lado oscuro, las sillas con el mismo orden
riguroso de todos los domingos y la cruz todavía estaba iluminada por la luz proveniente
de la diminuta claraboya. Tan solo la ausencia de las copas era lo único
distinto al igual que el alfolí. Ni siquiera la pianola había sido movida de su
sitio. Subieron cautelosos por aquel camino prohibido por el Padre Herrera
donde conducía a su cuarto y cercano a este, otra escalera donde solo él podía
ascender al pico de la iglesia para anunciar la misa de todos los días. El
aroma a humedad se intensificaba. A medida que se acercaban hacia el
campanario, el sonido era más insoportable. Caminaban con cautela, el niño
siempre se quedaba atrás temeroso. Los primeros rastros de luces junto con el
ruido revelaban el camino hacia el campanario. Cuando había un recuadro mucho
más luminoso, el repentino olor a mortecino los detuvo. Era incontenible, llegó
de inmediato a sus olfatos como aquellos campanazos que por primera vez
desprendieron ese nefasto ruido aquella tarde. “Alguno tiene que ir”, dijo en
tono de reproche Don Julio Sánchez. “Que vaya usted. Sí. Usted Don Isaías.
Usted fue el que le dio por meterse en esto”. Don Isaías miró con desprecio al
niño quien desvió rápidamente la mirada con aire de vergüenza. Antes de cruzar
por el único pasillo que guiaba al campanario, se quitó su saco de lana
empapado, se cubrió la nariz prefiriendo más su propio aroma a tabaco que a
mortecino y se santiguó tres veces seguidas. Corrió sin mirar atrás con aire
decisivo. A medida que avanzaba con rapidez comprendía que de nada servía la
protección del saco, el olor se condensaba con facilidad en sus fosas. La
pestilencia y el bullicio de las campanas y de los truenos de afuera empezaron
a desesperarlo. Aunque tuviera la intención, era inútil regresar. Quería
descubrir sin importar las consecuencias que tuviera más adelante: Así el Padre
Herrera lo excomulgara, se diera cuenta el obispo o los mismos vecinos del
barrio, era el momento para encontrar la verdad de su venerable locura. Por eso
corría con desespero, por eso al llegar, a pesar de sentir su cabeza explotar, tuvo
el impulso valiente que hacía mucho le criticaban en cada esquina desde esa vez
que no pudo defenderse de unos asaltantes y se orinó en los pantalones, tuvo la
revelación de contemplar por primera vez el barrio desde aquella altura y darse
cuenta lo diminuto e indefenso que se veían los callejones cuando llovía, tuvo
la amarga sensación de no encontrar otra cosa más que unas campanas moviéndose
con milagrosa fuerza y el cadáver del Padre Herrera demacrado, con barba de
varios días y una túnica ennegrecida por el encierro y la soledad, en una
postura totalmente desamparada, raquítica, tirada en un rincón e inerte. Al
contemplar el cuerpo inmóvil percibía lo inesperado, el ruido de las campanas,
al igual que el de la lluvia se iban extinguiendo lentamente, como un milagro
ansiado, provocando por fin el acostumbrado silencio de todas las tardes.
BARRIO SAN
AGUSTÍN
SETIEMBRE
20 DE 2015