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jueves, 28 de enero de 2021

El nuevo mártir

El rugido nos estremeció. Enfilados, con las manos atrás (porque así lo exigía el reglamento), mantuvimos la calma obligatoria, mientras la fuerte y monótona cátedra estaba a punto de resarcir, mediante frases postizas, nuestras culpas inventadas. La frustración se había ensañado en cada cuerpo curtido de polvo, dejando huellas incómodas de notorio sopor, por culpa del insoportable calor. Teníamos la alegría mutilada. Apenas nos quedaba un breve instante para levantar la cara a la altura del pecho de nuestro verdugo diario, y desviar la mirada hacia la ola polvorienta que se bifurcaba tenuemente: ahí moría el rastro definitivo de nuestra euforia anterior.

Mientras la perorata por fin se disolvía en retahílas empalagosas, surgió, en una posición incómoda de amenaza, nuestra nueva angustia. Cuando todo parecía indicar el final del suplicio, de repente lo vimos aparecer en la sombra. Aquel cuerpo raquítico y mal vestido estaba custodiado por una manta deteriorada y enorme plegada en la rudeza de una rama. El gesto parecía indicar la cruda intención. Apenas recorrió en forma circular el dedo en su cuello, la voluntad de intentar alguna escapatoria se tornó en un deseo lejano: - ¡Tenemos evaluación de álgebra! – quería decir aquella señal implacable.

Apenas el verdugo se alejaba a paso firme de nuestra vista, el otro, en cambio, esperó con calma triunfal, mientras el calor era reemplazado por una brisa incómoda que nos hacía tiritar, quién sabe si de rabia, de frío o de miedo. Por más que en su apariencia mostrara un aire de serenidad, era todo lo contrario a una buena persona. Con el aire de grandeza que contrastaba con el saco de lana desteñido, los zapatos marrones viejos, el jean roto en las rodillas y el pelo y el bigote alborotados, miró el reloj con la misma cruel parsimonia de aquel que está a punto de fusilar a sus víctimas.

- Cinco minutos más y nos vamos a la hora de su derrota -, bromeó, mostrando una risita sosa.

El silencio nunca se alteró. Pero era seguro que todos deseábamos, en la soledad del improvisado patio, que algo inaudito ocurriera con tal de salvarnos del martirio. Ya no servían los dolores de estómago de Oscar, los ataques epilépticos de González, ni la esquizofrenia de Catalina. En su crueldad no existía la palabra misericordia.

-En dos minutos nos vamos al salón, en orden -, pronunció con victoria fingida.

Seguramente había sido por la resignación que nunca nos fijamos en el borrachín desharrapado surgido de alguna cueva. Su andar tambaleante pasó a escasos metros de la fila. Contuvimos la risa hasta cierto momento. Al tumbarse en el polvo y empezar a escupir improperios, las carcajadas fueron inevitables. El hombre se levantó con dificultad, y con inesperada alevosía arrastró sus pasos hacia nuestro nuevo verdugo. Parecía inofensivo. Seguramente le pediría alguna moneda para el pan o empezaría el repertorio de la autocompasión que despertara alguna lástima. Pero a nuestro  nuevo verdugo, ni la desgracia ajena lo conmovía.

El silencio se quebró cuando el borracho, con el puño cerrado y poseído por una lenta furia, lanzó un golpe certero. Nuestro nuevo verdugo, petrificado por el ataque, cayó en el rezago de arbusto húmedo y crecido. Las risas prontamente se tornaron en exclamaciones de asombro. Por fin alguien lo había puesto en su sitio.

- ¡Nos salvamos de la evaluación! – Se atrevió a decir con ligereza Oscar al momento de ver un remedo de animal herido levantarse de las cenizas y del charco negruzco.

Todos apenas asentimos sin mostrar alguna intención de socorrerlo. Ahí se hallaba el retrato de un hombre derrotado que empezaba a convertirse en nuestro nuevo mártir.

- Se va a desquitar, así como lo hace con nosotros cuando no le entregamos los ejercicios – profetizó un González tembleque de emoción.

- Ya se levantó, se ve furioso. Está embarrado y lo va a matar – Empezó a farfullar Catalina.

El borrachín seguía escupiendo amenazas, a veces crudas, otras, cortadas por el carraspeo de su resaca. En el segundo ataque, nuestro nuevo mártir, ya con el ojo amoratado y la rabia ensanchándose en sus pómulos, solamente se limitó a evadir los siguientes golpes sin intención de agredirlo. Simplemente murmuraba frases de calma, como única manera de defensa ante la furia cohibida.

El borrachín, consumido por la embriaguez, cayó de bruces en el barro y siguió barbotando frases incomprensibles terminadas en insultos melancólicos. Nuestro nuevo mártir se puso la bata y, con los ojos inyectados de una sangre espesa, nos ordenó sin gritar que marcháramos hacia el salón, dejando en el completo abandono al guiñapo ebrio que se retorcía en el barro, gimoteando y lanzando patadas en el aire.  

Íbamos a paso lento, entre confusos y decepcionados al reconocer la poca valentía de un hombre que durante muchos años siempre irradiaba un carácter febril e inhumano. En nuestra expectativa estaba la idea de contrariarlo en todo. Le habíamos perdido el respeto para siempre. Y como prueba de ello, planeábamos un sabotaje en plena evaluación. Nos tomaríamos la clase para hacer alboroto; y si hubiese cualquier llamado de atención, los reproches a su cobardía no se harían esperar.

Pero nuestro nuevo mártir, con la dignidad intacta, detuvo en seco la marcha sincronizada de la fila con un silbido escandaloso, justo a escasos metros del colegio. Desvió la mirada, aun sin importar la señal negruzca, penosamente deforme y, poseído por el encanto fervoroso de un héroe sacrificado, se dirigió a nosotros con voz firme:

- Aunque ganas nunca me faltaron, no le pegué porque los respeto a ustedes. Así no crean, tengo que darles ejemplo-. Su eco se había extendido por toda la calle, despertando la conmoción de ladridos.  

Nuestra incredulidad fue tomando una forma tímida y confusa de admiración. No supe si era por la conmoción del día o por el pretexto infame de congraciarme en su vergüenza, pero decidí aplaudirlo. Los demás, todavía indecisos, decidieron seguirme en el modesto elogio. Sin querer, aquel día nuestro nuevo mártir nos había dado una lección de heroísmo. 

viernes, 8 de enero de 2021

La añoranza infeliz del octogenario

Cuando el ruido de la pólvora desparramó toda su furia en la calle, el anciano Matías, todavía con un vestigio de rabia en su ceño, se limitó a arrastrar con dificultad su cuerpo pesado y consumido por la artritis, hacia la sala. Mientras su mujer roncaba más por resignación que por fingido placer, decidió correr las cortinas y presenciar sin amor la algarabía que había afuera. El bullicio de la música instalada en bafles enormes runruneaba un estribillo monótono e incomprensible que ya empezaba a retumbar en sus tímpanos artificiales. A medida que su vista se iba aclarando y las cataratas le permitían distinguir unas manchas lejanas moviéndose al ritmo de la música, emitió un vago quejido: “Ya es navidad”.

El clamoreo de sus vecinos henchidos por la embriaguez le hizo recordar, durante lapsos fugaces, la época feliz en que la Navidad se vivía un mes entero, repleto de momentos inesperados y no solamente el trance común ofrecido por una noche efímera. Con la rabia extinta, abrió un poco la ventana para respirar el aroma acogedor de la pólvora: “Señal vigente de los tiempos heroicos”, pensó sin sorpresa. A medida que se auguraba una gresca entre los primeros borrachines imprudentes, el anciano Matías se entregó a su primer delirio nostálgico.

Sin pretenderlo, aquella algarabía vulgar lo remitió a los momentos remotos en que todavía creía que la niñez duraría cien años. Por entonces, la vejez tan solo era un asunto de los abuelos y el presente parecía ser la razón infalible para librarse de los males escolares. Atrás quedaba la tortura de las notas finales y, por fin, la recompensa consistía en las ansias fervorosas por esperar el primero de diciembre. Época única en la que se podía olvidar por completo de las tragedias anuales.

El niño Matías se despertaba eufórico de su cama con aroma a moho y, sin siquiera bañarse los dientes, salía con suma desesperación a la calle para presenciar el primer espectáculo: los vecinos acordonando con cinta amarilla los postes extremos, cuyo anuncio decía NO HAY PASO PARA VEHÍCULOS, inauguraban la gran fiesta que, sin duda, se prolongaría hasta enero. No valían los reproches de su mamá, ni mucho menos las amenazas de encierro. A duras penas se lavaba la cara para reunirse puntual con sus amigos del barrio y emprender la emoción sin límites.

La jornada era larga y no había tiempo que perder. Mientras muchos de sus vecinos dejaban abiertos los portones y sacaban las canecas de pintura para empezar el prodigioso arte de decorar la avenida, sus compinches, en cambio, se dedicaban a discutir qué jugarían primero. Era una decisión compleja que requería de un liderazgo promisorio, digno de un carácter inquieto y rebelde. Así que, el niño Matías asumía semejante responsabilidad y todos, sin chistar, accedían a su determinación. A veces iniciaban con la dura prueba del yermis, para pasar a la lleva, luego a los congelados, después rejito quemado y por último los emocionantes cotejos de fútbol. Los días se tornaban así de tranquilos y pletóricos. No daba oportunidad ni siquiera para dormir. Había momentos en que tampoco el cansancio los vencía y las horas de juego se prolongaban hasta la medianoche, cuando el rugido de las mamás les hacía comprender la noción del tiempo.

Recordó también cuando eran testigos de la preparación que hacían los vecinos en la cuadra. Algunos se encargaban de poner los festones, encaramándose siempre a las terrazas ajenas, para definir, con una precisión adquirida por una experiencia natural, el amplio camino colorido. Otros, en cambio, con dedicación asombrosa, se encargaban de marcar con brochas gordas los cuadros blanquiazulitos de los andenes, para después dibujar con gran estilo un Papá Noel diferente en cada fachada, cuyos mensajes alusivos a la feliz navidad en letras redondas y vistosas, despertaban una sensación incomparable de armonía. El tiempo parecía transcurrir con parsimonia, como si este también disfrutara del sencillo paraíso creado por la unión y el azar.

Una ligera lágrima de conmoción hizo que su fama silenciosa de viejo impasible se disipara por completo, al instante en que las primeras gotas de un aguacero inaudito golpearan en la ventana. Ni siquiera el aroma gélido a tierra húmeda podía detener el escándalo que provocaban sus vecinos. Acodado en el dintel de la ventana, el anciano Matías recordó también cuando las luces multicolores refulgían intermitentes en cada una de las ventanas o terrazas. Su esplendor no era nada vulgar como el de ahora. Era tanta la magia, que alcanzaba a iluminar con facilidad los festones pendidos mientras una tierna brisa los mecía durante las noches tranquilas. “No se pensaba en los afanes del mañana”, se aventuró a murmurar al instante en que el impacto de la pólvora otra vez lo había estremecido.

Pero el momento más importante era la noche del veinticuatro. Ninguna casa permanecía cerrada. El banquete estaba distribuido en múltiples mesas donde cada quien, sin muestra de vergüenza, podía comer lo que se le antojara. La algarabía siempre estaba acompañada del son melancólico de Buitraguito, mientras muchos bebían interminables petacos de cerveza. Y aun en los instantes de borrachera, todos eran conscientes de que no podían perjudicar la armonía, por eso solían entregarse a un llanto lastimero, rumiando muchas veces frases acartonadas alusivas al perdón.

Cuando llegaba la hora de los regalos, los juegos quedaban suspendidos. Formaban un círculo en la mitad de la carretera para comentar lo que el Niño Dios les había traído. Y entre exhibiciones de carros con propulsores, pistolas de balines, balones y muñecas, la pandilla pactaba para el próximo año portarse mejor. Después solían lanzarse miradas cómplices con la firme certeza de que siempre mantendrían la misma unión hasta que la lejana vejez los sorprendiera con achaques destinados por el deterioro inevitable…

La rabia del anciano se tornó en una repentina sensación de alegría inútil. Su mirada, empañada en nuevos recuerdos, se perdía para siempre en el rostro deforme de un Papá Noel que surgía pobremente en alguna terraza vecina.

 

domingo, 19 de enero de 2020



Frente a los designios del odio

Una justificación válida sobre la venganza.

Sobreponerse a los límites del perdón para acudir al orgullo y que, de alguna manera, este actúe bajo sus propios impulsos; muchas veces sin importar qué clase de consecuencias nefastas provoquen en el porvenir. A partir de la construcción de un odio lento, superior ante cualquier intento de bondad; este tiene una justificación fortuita, siempre y cuando sea necesario apartarse, definitivamente, de las múltiples fuerzas acusadoras con que muchas veces la moral impone. Por eso, resulta casi inherente a la rebelión, conformar una barrera indómita donde la culpa nunca traspase y perturbe la obsesión paulatina de venganza. No basta con someter la dignidad, los anhelos y las pasiones coartadas (vilmente, por manos enemigas) a los designios sobrenaturales, cuyas leyes místicas, por lo general, suelen entregar, con el pretexto de una bondad débil, los impulsos de ese y cualquier tipo de venganza a una fuerza superior, diríase sobrenatural.

Las causas y la revelación.

Porque está claro: es en el encierro donde las esperanzas se desvanecen, y el poco brillo que queda, de inmediato es desgarrado por las fuerzas inevitables de la resignación. A Edmundo Dantés los deseos se tornan incómodos, son reducidos a un sinfín de fracasos de una manera abrupta por decisiones ajenas, que la desesperación lo envuelve y la intriga por esperar aquella mano compasiva que por fin merodeara por los desconocidos pasillos donde el calabozo alberga su humanidad hecha harapos, próximamente el tiempo lo consigna en las fauces del dolor, allí donde las derrotas diarias suelen ser superiores a sus posibilidades de defensa.

Quizás porque su dios Dumas y los demonios intransigentes de la envidia, el recelo y la cobardía, decidieran que su grandeza la encontrara en un calabozo y no en el mar; de ninguna manera se descarta el destino alternativo que, como lectores, le podríamos asignar a nuestro héroe si, al omnipotente Dumas no se le hubiera ocurrido engendrar un personaje tan leal (sobrepasando la línea convergente de la ingenuidad), a tal punto de nunca darse por enterado que el encargo concedido por su jefe, antes de fallecer, representara su destino fatal al destierro y al olvido. O, si al tirano Danglars no le hubiera dado por escribir aquella misiva a los oficiales de la realeza, a manera de broma, aludiendo que Dantés era un posible conspirador importante de los insurrectos napoleónicos. O, si al austero procurador Villefort, durante la indagatoria a la cual estaba sometiendo a Dantés, y cuando estaba a punto de cumplir a cabalidad con el reglamento del rey y dejarlo ir, ya que todo había sido una supuesta confusión, no se hubiera dado cuenta del contenido y la procedencia del encargo con el que Dantés le muestra ingenuamente, tal vez nunca lo habría enviado sin misericordia a prisión para salvar el pellejo a su padre Noirtier y, de paso, su prestigio ante la corte del rey. O, si Fernando hubiera aceptado con la madurez necesaria que el amor de Mercedes únicamente le correspondía a Edmundo, nunca hubiera aceptado la treta preparada junto con su cómplice Danglars. O, si al borrachín y avaro Caderousse hubiera estado en un grado mínimo de lucidez, por lo menos, en el necesario para impedir que sus dos compañeros-Danglars y Fernando-cuando estaban preparando la conspiración en el bar, la confusión no le habría engañado la memoria y habría asumido una actitud de perentoria defensa.

Pero, es claro que, de no haber ocurrido esta serie de infortunios hacia la humanidad de un Dantés joven y soñador, la posteridad jamás habría mantenido una riqueza literaria tan febril y vertiginosa con el paso de los años. Es el sacrificio que asumió Dumas para que su obra llegara a tornarse un rotundo deleite en el deleite de los lectores. Porque la fisonomía de Dantés provocó también que nos convirtiéramos en otros cómplices de su tormento. Su dolor cotidiano no podría ser compensado con nuestra impotencia, ni mucho menos con la acumulación de sensaciones que nos provocaba la revelación de la historia a medida que íbamos descubriendo las atrocidades incesantes hacia un hombre que no buscaba más que una vida cómoda, sin dolor y triunfos medianos logrados con esfuerzo y constancia, tal como los demás congéneres de su entorno.

La intención del héroe silencioso coincide con la misma magnitud de pensamientos hacia una gloria moderada, sin virtudes, lejanos de toda señal donde el prestigio no abunde en ceremonias ampulosas que envanezcan su soterrada discreción, ni muchos menos lo obligue a alterar su paraíso, construido a partir de unos valores imbuidos en la modestia y sobriedad. No obstante, estas ideas, tan poco romantizadas en el capricho intelectual y soberbio de una generación seducida por los aires del arte y las tendencias de lo místico, son deshechas por la revelación definitiva. ¡Quién iba a pensar que, precisamente, en una cloaca encontraría, sin más compañía que las burlas, los reproches y el ocio lento, el verdadero sentido de la libertad! ¡Es casi inconcebible que, únicamente, con la aparición del anciano abate Faria y la idea terminante de fugarse, pudiera desenmascarar todo su pasado y las razones ineludibles de su larga condena!

Aparte de tales hallazgos, el rumbo de su historia parece adoptar nuevas vías, cuyas recompensas permiten un convencimiento total de venganza. El ingenio de un Faria destruido, luchando en todo tiempo con la muerte y el aburrimiento, a partir de la escritura recursiva y de una memoria privilegiada, que la bastó para recordar todas las obras que había leído antes de su cautiverio, sin querer fue el modo más grandioso para desafiar a los verdugos que les coartaban todos los vínculos posibles de distracción. La decepción de Dantés consigo mismo y la posibilidad de ocupar el tiempo en otros menesteres distintos a los de renegar y sufrir por el pasado, fueron suficientes estímulos para no dejarse derrotar y continuar en su larga lucha: la venganza lenta, tardía, minuciosa.       

Después de la fuga.

Durante la transición del relato, se puede ver cómo sus facciones de ensueño prontamente pasan por una serie de transformaciones: de la confusión al ser enviado a una cloaca sin saber el motivo, poco a poco, y por causa de revelaciones ajenas a su candidez inicial, a un odio comprensible, alimentándose de la ira y el desprecio cuyos reproches recaen al abandono de Dios, a aquellos miserables que no representan otra cosa que la inquina.

Pero el héroe es conocedor de su condición y se adhiere a la inutilidad de ampararse en los quejidos, en los llantos continuos creados únicamente por la soledad. Y ante esta nueva condición parece enseñarnos a hallar un grado de optimismo suficiente (por muy mínimo que parezca) para emprender la fuga o, por lo menos morir durante el intento. Al parecer fue en este impulso donde los deseos adquirieron una forma increíble. Es consciente de su misión como emisario de la venganza. Se nutre de ella, la adopta a tales extremos irrefutables que, desde el momento de su fuga y a la suerte que se le atraviesa; como una verdadera recompensa a su larga espera, ya la considera un dogma infinito. Edmundo Dantés es el símbolo del hombre abatido pero febril.

Del personaje apabullado por un autor sin misericordia que lo estropea sin tregua para después enaltecerlo ante las miradas siniestras o, muchas veces, sensibles de los lectores y sus enemigos, se esconde un hombre rabioso, pero, al contrario de una viuda de Pablo Savarini o un Raskolnikof, la rabia de este nuevo conde de Montecristo es magistral. En vez de actuar con precipitación, prefiere una venganza paulatina, sin alteraciones, más bien metódica. Tanto así es su desprecio moderado que prefiere involucrarse en el ambiente parisino de la ambición, el pecado y la superstición común en la aristocracia del siglo XVIII.

Aunque los resultados muchas veces resultan nefastos, su propósito se cumple sin contratiempos, ni riesgos. Por más que los momentos de debilidad lo complican y parecen condenarlo al pasado, una fuerza adquirida por la dureza del sufrimiento es superior a las adversidades, no permite que nada obstruya sus planes, al contrario, asume el valor necesario para concluir con lo iniciado y, cuando esto ocurre, nuevamente renace el humano vulnerable, el ser restituido que renuncia a todo y empieza un nuevo ciclo, experiencia única para aquellos genios que experimentan una verdadera evolución, se reconcilia con la sensibilidad como si esta tuviera un contacto milagroso hacia las pasiones de su vida, cuyas consecuencias, finalmente, trascienden en la sabiduría que nos brinda a todos una lección resumida en tan solo dos verbos infalibles: confiar y esperar.                        

martes, 26 de junio de 2018

NI UN RASTRO MÍNIMO


La noche anterior, antes de haber abandonado sin arrepentimiento la mesa, se dedicó a garabatear con el cortaúñas letras incomprensibles que después borraba con una rabia oculta. Por el momento nadie había reconocido alguna señal en ese gesto común de pereza, tan solo un leve deseo que lo iba sobrellevando cuando ignoraba el reloj o esperaba con un ansia reprimida el llamado de Sánchez.

Como siempre, ausente de los diálogos, recurriendo a las respuestas cortantes y lentas de las cuales nos habíamos acostumbrado, su interés por las hazañas mujeriles de Tiberio se reducía solamente a un bufido pausado, pobre, que se perdía entre las carcajadas comunes y los gritos de las otras mesas.

Ni siquiera estaba nervioso. Mostraba siempre la misma impasibilidad de todos los sábados, cuando era el final de la jornada y nos quedaba un pedazo de tarde para emborracharnos hasta la madrugada donde Sánchez. En nada había cambiado el rito de tirar la colilla en la botella plagada de cunchos y quitarse la chaqueta ovejera.  

-No se había quitado toda la ropa-Había dicho Tiberio cuando las olas de humos se condensaban en toda la taberna.

-Pero para eso hay que ser muy vivo. Si no se quita la ropa es porque algo está ocultando-Intervino Alirio, quien intentaba acomodar las palabras para que no se oyeran arrastradas, incoherentes.

-Está bien. Pero que fue buen polvo, fue buen polvo-Respondió con determinación Tiberio, bebiéndose la media cerveza que seguramente estaba tibia.

-No le perdió pata usté al viejo Absalón, ¿no?-Había sido el primer y único arrebato de euforia inesperada, de euforia dispersa, que le habíamos escuchado antes de irse.

Por un momento me atreví a mirarlo. El bigote hirsuto y desordenado, las líneas delgadas y grises que le alcanzaban a dibujar los brazos, los escasos y ralos vellos que se lograban escapar de la camiseta, parecían protegerlo de una posible angustia, de una posible catástrofe. Ni acercando la silla a su lado como un auténtico pretexto de no interrumpir el chico de rana que los otros obreros se estaban disputando a muerte, fue necesario para vislumbrar algún impulso de rabia. Todo lo sabía controlar. Tenía la capacidad asombrosa de no mostrar ni una queja al mundo, pese a perderlo todo en un juego de cartas, a descubrirse en el abandono aquella tarde de abril cuando Isabel lo dejó solamente con unos trastos y una nota en cursiva en el espejo del chifonier, pese a los reproches paternales de don Absalón. Era como si el trozo de esperanza lo hubiera magullado en un sortilegio de indiferencias comunes, prácticas.

-Pero de algo puedo estar seguro y es que la hembra olía a canela-Se atrevió a gritar Tiberio, luego de destapar la otra botella.

-¿Y eso qué tiene de malo?-Preguntó perezoso Alirio.

-Nada. Solo que…

Interrumpido por un eructo imprevisto, luego de la frase inconclusa, preciso cuando nuestras lenguas empezaban a entorpecer y nuestros ojos, irritados por la luz azulina que refulgía con intensidad, nos iba arrebatando de vez en cuando la tranquilidad y la visión, lo vimos levantarse, tambaleante, pero decidido.

-El baño es por allá-Recuerdo que le había gritado torpemente, señalando al pequeño vacío que había a la izquierda.

No recuerdo si fue primero el otro cuerpo, mucho más grande, que se había interpuesto en su lento camino o, tal vez, fue la momentánea lucidez en medio de su borrachera que lo obligó a acercársele más. Lo único cierto fue que alcancé a ver claramente cómo se habían desviado a mano derecha, en un callejón oculto y tal vez amplio, abandonado a la suerte de la madrugada.


La sorpresa, seguido de nuestro remordimiento, estuvo presente al otro día, cuando nos recuperábamos de la resaca en el restaurante de doña Lilia, sorbiendo sin preocupación el plato de caldo. La noticia nos cayó de golpe, con la voz gruesa y acelerada de Don Absalón quien se mostraba tan pálido e indefenso.

-¡Mataron al indio Carlos Real!

Mudos, perplejos, deseando que fuera algún intento cruel de broma, nos mantuvimos fríos y precavidos para no alertar cualquier ruido que interviniera con la verdadera noticia. Pero ante lo inútil, ante lo inevitable, en ese momento hubiera querido recordar cada detalle, cada sorpresa, cada vestigio posible, para esclarecer alguna sospecha que pudiera justificar la muerte de Carlos. Las regresiones, pobres, difusas, incoherentes solamente me valieron para no haber deseado que la noche anterior transcurriera con la misma normalidad de todos los sábados, sin que hubiese, aunque fuera un rastro mínimo que provocara una posible culpa a la tragedia, por lo menos para salvarnos del rito casual que inventara una forma de presentimiento, algo que sirviera para no perjudicarnos con lo inesperado.
BARRIO SAN AGUSTÍN, DICIEMBRE 31 DE 2017

            

LA INEVITABLE SOMBRA



Empezó a distinguir la cara que se formaba entre ese montón de bruma. Algo así como una nariz arrugada y llena de brotes grisáceos que se perfilaban a la pared, mientras los ojos, cuyas cuencas se escondían entre unos círculos amarillentos, quien sabe si era por la escasa luz que había en el patio, se encandilaban en una expresión de angustia y a la vez de una euforia predestinada.

Era el momento para evitar cualquier parpadeo, ni siquiera para abandonar la escoba. Se había aferrado tanto al mango de madera que nunca se percató de haberse impregnado por aquel sudor frío con rastros de mugre.

Al principio quería convencerse de que era un espejismo, someterse a un desafío de locura, producida por el ceremonial del tabaco y las letanías a los muertos que con tanto ahínco la Tomasina le había obligado a presenciar. “La noche de las huellas está preparada mijita”, le decía con la voz quebrada por el guarapo y la nicotina.

A veces adoptaba el aspecto de un hombre demacrado por alguna penuria, otras parecía el de una mujer entregada a las ruinas del tiempo. No supo si era por el miedo a confrontar la noche de cortinas transparentes, donde el reflejo de las luces naranjas que provenían de la calle, condensaban una apariencia lúgubre o tal vez era la sensación de soledad envuelta en temblores y plegarias que la obligaban a mantenerse delante de un espectáculo extraordinario. Lo cierto era que sentía el peso del compromiso estar ahí, sin posibilidad de escapar, porque a medida que tenía la intención, el humo se iba espesando con mayor intensidad, extendiéndose por toda la sala y arrastrándose, como si no tuviera el mínimo reparo de enfrentarse a su temor propio, a su estado lamentable, seguro de su compasión, iba venciendo el miedo con el impulso de la curiosidad.

El cuerpo iba conformando una masa deforme y rústica a medida que abría la boca en la misma disposición de alguien que quiere decir algo. Solo que en ese momento movía los labios y, muy débil, provocaba un ligero chasquido que le causaba una sensación de repudio. Durante varias horas, mientras la transfiguración de su cuerpo que en momentos se robustecía, formando los músculos de un aguerrido soldado y otras se reducía a un montón de huesos calcinados, cuya figura parecía entregarse al reflejo de un cadáver, experimentó a duras penas la vergüenza de su primer grito, pero el suficiente para que percibiera el miedo de la presencia humana y raquítica que se aferraba al palo de escoba.

Fue en el claro de luna cuando el rostro parecía conformar unos rasgos más evidentes. En medio de la espesura provocada por el humo, lanzó un aliento a leña quemada que invadió toda la casa. La presencia de una figura infernal se había expandido por todos los rincones que ya de nada servía recurrir a los rezos y a los gritos. Solo la maldición al padre y a la tía por revivir a punta de creencias, aquellos  monumentos que antes habían perecido en el más lejano olvido.

Apenas cerró los ojos, nunca pudo presenciar por culpa del miedo, el recorrido de su gigantesca figura por el patio, la cocina, los cuartos, la terraza, el zaguán. Hasta las macetas donde siempre renacían matorrales verdosos, posteriormente se transformaron en plateadas y marchitas plantas. Se había negado a la incredulidad. Era mejor renunciar a cualquier plegaria. La figura se mostraba más imponente que cualquier ánima bendita y las huellas cenicientas que se desparramaban por todo lugar, demostraban con furor la nueva tragedia en la familia. No bastaba con agarrarse al escapulario, ni balbucear rezos torpes, porque ya el signo mortífero había invadido la casa con su trágica sombra, que para derrumbarla era necesario recurrir a otra fuerza mucho más intimidantes que esta, más bondadosas que aquellas facciones rústicas, tal como siempre la ha recordado antes de cerrar los ojos para siempre.

En el último ruido, en el último murmullo de risas incompletas, pudo finalmente abrir los ojos para enfrentarse a la lobreguez del mundo. Ni siquiera símbolos de luz, ni vestigios de color. Durante varios intentos de abrir y cerrar los ojos, refregarse la vista con los dedos, pasarse algodón encontrado a tientas en el comedor, se entregó rápidamente al convencimiento de que esta sería el peso de su error por esconderse en la comodidad del miedo.

Entonces sería la entrada inicial a una serie de desgracias.

         

domingo, 1 de noviembre de 2015

EL MIEDO INMINENTE



Tenía la vista nublada, pesada y en cada forzoso parpadeo, veía tan solo rastros de lugares difusos que se apagaban rápidamente. Su garganta estaba reseca y, en cada tosido sentía desgarrar su pecho en un ahogo continuo. Las manos callosas, impregnadas de polvo y barro, cuando palpaban el césped del cerro con aroma a eucalipto y a orines, sentía la humedad en las palmas, una frescura que le tranquilizaba todo el cuerpo, era un ligero arroyo que recorría a lo largo de sus venas, llegando a la espalda, produciéndole un raro éxtasis que lo obligaba a quedarse ahí, recostado, toda la tarde, quizás toda la vida. 

No importaba que los rayos de una tarde sofocante empezaran a quemarle el rostro, la barba abundante ocultaría la quemazón en la piel. No importaba que el aguijón de esta roca le tallara la espalda, los leves, lejanos aullidos de los perros ocasionaban un tranquilo sonido familiar así ahora no recordara el momento. Todavía con los ojos cerrados, empezó a escarbarse los bolsillos de su chaqueta mohosa. Primero palpó migajas de arroz duras, luego un papel arrugado aun con vestigios de tinta china que al pasar el pulgar por segunda vez sintió de nuevo el líquido frío hiriéndole todo el brazo. Al encontrar con su mano la piel rugosa y congelada, los dedos deformes y tiesos, cubiertos de rústicos vellos erizados, trató de tragar saliva sintiendo la rudeza de su garganta cada vez que unía su paladar con la lengua. “Ya casi vienen”, pensó o susurró. El silencio era tan fúnebre que los sonidos lejanos se confundían fácilmente con su voz apagada junto con sus resuellos pausados. Todo era una ola fugaz de sonidos que se perdían cuando la primera capa transparente de brisa le empezaba a despeinar el cabello abundante y desordenado. “Tengo nervios”, susurró, ahora sí reconocía su voz ahogada, débil y vaga que, poco a poco iba adoptando un sonido propio, a veces como de aquel loro que se escuchaba en la terraza de alguna casa allá abajo, otras como la del traqueteo de alguna camioneta. Inútilmente trató de abrir los ojos. Las pestañas se empecinaban en permanecer juntas, como si el calor les hubiera arrojado el mismo pegamento con que pegó las uñas de aquella mano. Sintió pánico, tanto que trató de levantarse con ímpetu, descender a ciegas el cerro sin importar que se tropezara, se rompiera un brazo, se raspara las rodillas, la cara, que la sangre brotara a medida que corriera, mezclándose con el sudor de tres días, sin importar que de su boca y sus axilas trascendiera un aroma pestilente a ajos, sin importar que al cruzar a tientas la carretera el pitido estridente de algún bus o taxi, seguido del inevitable insulto, estuviera a punto de arrollarlo. Había que escaparse, refugiarse en algún chircal donde hubiera alguna especie de cueva, refugiarse en algún asilo de ratas, sentirse a salvo, libre del mundo de afuera, a pesar del frío que empezara a carcomer sus huesos, a pesar de sentir con temor el chillido de las ratas que provocaran ese nefasto eco monótono.

Antes de reconocer la escasez del aire, antes de mover con dificultad su cuerpo frágil como una hoja, alcanzó a persignarse dos o tres veces seguidas con la mano izquierda. Sentía el martilleo en la frente, en el vientre y en los hombros cada vez que sus dedos largos y deformes pasaban con rudeza y vaga devoción, mientras exhalaba una serie de plegarias incomprensibles, susurrantes. De nuevo el dolor en el vientre, de nuevo la sensación amarga de culpabilidad, de franqueza con sí mismo, de considerarse el único ser despreciable que ni siquiera merecía ser fugitivo (porque al menos los fugitivos tenían un aspecto menos caótico que aquella, su figura famélica, sin rostro y con el alma disuelta en recuerdos casi difusos). La herida, que hasta ahora se había detenido por los efectos de la sal y el limón, empezaba a talar en las costillas, el líquido tibio empezaba a recorrer a lo largo del vientre, provocándole un ligero ardor que logró llegar hacia la garganta para aumentarle la sed. Ahora ya no importaba la ceguera, bastaba con solo percibir los sonidos lejanos para darse cuenta, por fin, que se encontraba a salvo transitoriamente. 

Con los resplandores de una tarde bochornosa, la respiración se extinguía constantemente (ya no valía ni siquiera abrir la boca, llamar el aire con un movimiento endeble del estómago), creyó estar muerto por leves momentos, se imaginó que ya habían llegado, impasibles, blandiendo sus cuchillos, sus hachas, sus punteros, que empezaban a romperle los huesos, que cada golpe era un crujido despiadado que lo aproximaba al otro mundo ¿o ya en este mundo? Las risotadas, los escupitajos, los rostros amenazadores, se aliaban en su imaginario cuando trató de levantarse nueva e inútilmente. Y de nuevo el miedo, de nuevo la impresión angustiosa por estar vivo en esta tierra, así estuviera agonizando en este cerro. Su vínculo con el mundo era bastante sencillo antes de encontrarse con aquella, antes de correr precipitado para salvar su tranquilidad diaria. Acostumbrado siempre a levantarse muy puntual a las seis, servirse el tinto antes de que la mujer moviera su cuerpo regordete y espacioso, luego salir a cargar bulto en el líchigo hasta el mediodía, regresar a la casa para comerse el mismo arroz desabrido sin nunca renegar, regresar a la una y continuar cargando bultos, esta vez de papas hasta las nueve que el dueño cerrara. Cuando terminaba la jornada, estiraba con sumisa euforia tres billetes arrugados que los guardaba con desconfianza. Estaba seguro que jamás volvería a ese estado de sosiego de casi treinta años. Se imaginaba a la mujer desamparada, recostada en la cama y ahogándose en su odio. Al niño, torpe y silencioso, con la imagen presente de un padre que se fue con alguna amante, dejándolo con la enorme responsabilidad de sobrellevar la pobreza de la casa. Las lágrimas finalmente empezaron a brotar. Eran tan frías que decidió bebérselas con resentimiento, sin que estas lograran curarle la sed. 

Los pasos eran olas de ruidos que se aproximaban con precipitación y otras que parecían resuellos distantes. Tenía los nervios acumulados en su vientre, tanto que había descendido hacia sus piernas, formando un río cálido que le empezaba a quemar la piel. Las voces se aproximaban. Definitivamente quería mirar sus gestos, quería presenciar así fueran imágenes distorsionadas que su mente construyera para llevarse el odio de sus perseguidores al otro mundo (notó realmente que aun se hallaba en este mundo). Durante varias horas creyó que se habían marchado. ¡Lo dejarían libre! ¡Viviría tranquilo! No fue sino un grito ensordecedor diciendo: “¡Ahí está!”Que quebró la esperanza. Movió con dificultad su cuerpo, sintiendo las voces que se aproximaban lanzando improperios sin importarles su condición deplorable: fueron los primeros latigazos que le empezaban a arrasar el alma. La escasa fuerza, el escaso aire, tan solo logró que caminara unos cuantos metros. Fue un recorrido lento y desorientado hasta tirarse y sentir no solo el miedo de la multitud que se aproximaba cada vez más con ruidosa decisión de acribillarlo, sino que había agotado el último resquicio de aire en sus pulmones. Empezó a patalear con desespero, a rasgar la tierra fría que le lastimaba las uñas, trató de gritar buscando en su interior una última fuerza que conmoviera a alguno de los verdugos. “¡No me maten!” “¡No me maten! ¡Por Dios!” Susurró luego de poder abrir los ojos a medias y ver borrosamente un rostro enjuto, de barba hirsuta, lanzándole una patada en las costillas que lo obligó a rodar de bruces por todo el cerro.    
BARRIO SAN AGUSTÍN
NOVIEMBRE 1 DE 2015

viernes, 9 de octubre de 2015

Tenemos a nuestro nobel Vargas Llosa que nos aproxima al tiempo, la ficción y la gestación de una novela, desde un punto de vista magistral y elocuente.