Cuando el ruido de la pólvora desparramó toda su furia en la calle, el anciano Matías, todavía con un vestigio de rabia en su ceño, se limitó a arrastrar con dificultad su cuerpo pesado y consumido por la artritis, hacia la sala. Mientras su mujer roncaba más por resignación que por fingido placer, decidió correr las cortinas y presenciar sin amor la algarabía que había afuera. El bullicio de la música instalada en bafles enormes runruneaba un estribillo monótono e incomprensible que ya empezaba a retumbar en sus tímpanos artificiales. A medida que su vista se iba aclarando y las cataratas le permitían distinguir unas manchas lejanas moviéndose al ritmo de la música, emitió un vago quejido: “Ya es navidad”.
El clamoreo de sus vecinos
henchidos por la embriaguez le hizo recordar, durante lapsos fugaces, la época
feliz en que la Navidad se vivía un mes entero, repleto de momentos inesperados
y no solamente el trance común ofrecido por una noche efímera. Con la rabia
extinta, abrió un poco la ventana para respirar el aroma acogedor de la
pólvora: “Señal vigente de los tiempos heroicos”, pensó sin sorpresa. A medida
que se auguraba una gresca entre los primeros borrachines imprudentes, el
anciano Matías se entregó a su primer delirio nostálgico.
Sin pretenderlo, aquella
algarabía vulgar lo remitió a los momentos remotos en que todavía creía que la
niñez duraría cien años. Por entonces, la vejez tan solo era un asunto de los
abuelos y el presente parecía ser la razón infalible para librarse de los males
escolares. Atrás quedaba la tortura de las notas finales y, por fin, la
recompensa consistía en las ansias fervorosas por esperar el primero de
diciembre. Época única en la que se podía olvidar por completo de las tragedias
anuales.
El niño Matías se despertaba eufórico
de su cama con aroma a moho y, sin siquiera bañarse los dientes, salía con suma
desesperación a la calle para presenciar el primer espectáculo: los vecinos acordonando
con cinta amarilla los postes extremos, cuyo anuncio decía NO HAY PASO PARA VEHÍCULOS,
inauguraban la gran fiesta que, sin duda, se prolongaría hasta enero. No valían
los reproches de su mamá, ni mucho menos las amenazas de encierro. A duras
penas se lavaba la cara para reunirse puntual con sus amigos del barrio y
emprender la emoción sin límites.
La jornada era larga y no
había tiempo que perder. Mientras muchos de sus vecinos dejaban abiertos los
portones y sacaban las canecas de pintura para empezar el prodigioso arte de
decorar la avenida, sus compinches, en cambio, se dedicaban a discutir qué jugarían
primero. Era una decisión compleja que requería de un liderazgo promisorio,
digno de un carácter inquieto y rebelde. Así que, el niño Matías asumía semejante
responsabilidad y todos, sin chistar, accedían a su determinación. A veces iniciaban
con la dura prueba del yermis, para pasar a la lleva, luego a los congelados, después
rejito quemado y por último los emocionantes cotejos de fútbol. Los días se
tornaban así de tranquilos y pletóricos. No daba oportunidad ni siquiera para
dormir. Había momentos en que tampoco el cansancio los vencía y las horas de
juego se prolongaban hasta la medianoche, cuando el rugido de las mamás les
hacía comprender la noción del tiempo.
Recordó también cuando eran
testigos de la preparación que hacían los vecinos en la cuadra. Algunos se
encargaban de poner los festones, encaramándose siempre a las terrazas ajenas,
para definir, con una precisión adquirida por una experiencia natural, el
amplio camino colorido. Otros, en cambio, con dedicación asombrosa, se
encargaban de marcar con brochas gordas los cuadros blanquiazulitos de los
andenes, para después dibujar con gran estilo un Papá Noel diferente en cada
fachada, cuyos mensajes alusivos a la feliz navidad en letras redondas y
vistosas, despertaban una sensación incomparable de armonía. El tiempo parecía
transcurrir con parsimonia, como si este también disfrutara del sencillo
paraíso creado por la unión y el azar.
Una ligera lágrima de
conmoción hizo que su fama silenciosa de viejo impasible se disipara por
completo, al instante en que las primeras gotas de un aguacero inaudito
golpearan en la ventana. Ni siquiera el aroma gélido a tierra húmeda podía
detener el escándalo que provocaban sus vecinos. Acodado en el dintel de la
ventana, el anciano Matías recordó también cuando las luces multicolores refulgían
intermitentes en cada una de las ventanas o terrazas. Su esplendor no era nada
vulgar como el de ahora. Era tanta la magia, que alcanzaba a iluminar con
facilidad los festones pendidos mientras una tierna brisa los mecía durante las
noches tranquilas. “No se pensaba en los afanes del mañana”, se aventuró a
murmurar al instante en que el impacto de la pólvora otra vez lo había
estremecido.
Pero el momento más importante
era la noche del veinticuatro. Ninguna casa permanecía cerrada. El banquete
estaba distribuido en múltiples mesas donde cada quien, sin muestra de vergüenza,
podía comer lo que se le antojara. La algarabía siempre estaba acompañada del
son melancólico de Buitraguito, mientras muchos bebían interminables petacos de
cerveza. Y aun en los instantes de borrachera, todos eran conscientes de que no
podían perjudicar la armonía, por eso solían entregarse a un llanto lastimero, rumiando
muchas veces frases acartonadas alusivas al perdón.
Cuando llegaba la hora de los
regalos, los juegos quedaban suspendidos. Formaban un círculo en la mitad de la
carretera para comentar lo que el Niño Dios les había traído. Y entre
exhibiciones de carros con propulsores, pistolas de balines, balones y muñecas,
la pandilla pactaba para el próximo año portarse mejor. Después solían lanzarse
miradas cómplices con la firme certeza de que siempre mantendrían la misma
unión hasta que la lejana vejez los sorprendiera con achaques destinados por el
deterioro inevitable…
La rabia del anciano se tornó
en una repentina sensación de alegría inútil. Su mirada, empañada en nuevos
recuerdos, se perdía para siempre en el rostro deforme de un Papá Noel que surgía
pobremente en alguna terraza vecina.
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