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domingo, 19 de enero de 2020



Frente a los designios del odio

Una justificación válida sobre la venganza.

Sobreponerse a los límites del perdón para acudir al orgullo y que, de alguna manera, este actúe bajo sus propios impulsos; muchas veces sin importar qué clase de consecuencias nefastas provoquen en el porvenir. A partir de la construcción de un odio lento, superior ante cualquier intento de bondad; este tiene una justificación fortuita, siempre y cuando sea necesario apartarse, definitivamente, de las múltiples fuerzas acusadoras con que muchas veces la moral impone. Por eso, resulta casi inherente a la rebelión, conformar una barrera indómita donde la culpa nunca traspase y perturbe la obsesión paulatina de venganza. No basta con someter la dignidad, los anhelos y las pasiones coartadas (vilmente, por manos enemigas) a los designios sobrenaturales, cuyas leyes místicas, por lo general, suelen entregar, con el pretexto de una bondad débil, los impulsos de ese y cualquier tipo de venganza a una fuerza superior, diríase sobrenatural.

Las causas y la revelación.

Porque está claro: es en el encierro donde las esperanzas se desvanecen, y el poco brillo que queda, de inmediato es desgarrado por las fuerzas inevitables de la resignación. A Edmundo Dantés los deseos se tornan incómodos, son reducidos a un sinfín de fracasos de una manera abrupta por decisiones ajenas, que la desesperación lo envuelve y la intriga por esperar aquella mano compasiva que por fin merodeara por los desconocidos pasillos donde el calabozo alberga su humanidad hecha harapos, próximamente el tiempo lo consigna en las fauces del dolor, allí donde las derrotas diarias suelen ser superiores a sus posibilidades de defensa.

Quizás porque su dios Dumas y los demonios intransigentes de la envidia, el recelo y la cobardía, decidieran que su grandeza la encontrara en un calabozo y no en el mar; de ninguna manera se descarta el destino alternativo que, como lectores, le podríamos asignar a nuestro héroe si, al omnipotente Dumas no se le hubiera ocurrido engendrar un personaje tan leal (sobrepasando la línea convergente de la ingenuidad), a tal punto de nunca darse por enterado que el encargo concedido por su jefe, antes de fallecer, representara su destino fatal al destierro y al olvido. O, si al tirano Danglars no le hubiera dado por escribir aquella misiva a los oficiales de la realeza, a manera de broma, aludiendo que Dantés era un posible conspirador importante de los insurrectos napoleónicos. O, si al austero procurador Villefort, durante la indagatoria a la cual estaba sometiendo a Dantés, y cuando estaba a punto de cumplir a cabalidad con el reglamento del rey y dejarlo ir, ya que todo había sido una supuesta confusión, no se hubiera dado cuenta del contenido y la procedencia del encargo con el que Dantés le muestra ingenuamente, tal vez nunca lo habría enviado sin misericordia a prisión para salvar el pellejo a su padre Noirtier y, de paso, su prestigio ante la corte del rey. O, si Fernando hubiera aceptado con la madurez necesaria que el amor de Mercedes únicamente le correspondía a Edmundo, nunca hubiera aceptado la treta preparada junto con su cómplice Danglars. O, si al borrachín y avaro Caderousse hubiera estado en un grado mínimo de lucidez, por lo menos, en el necesario para impedir que sus dos compañeros-Danglars y Fernando-cuando estaban preparando la conspiración en el bar, la confusión no le habría engañado la memoria y habría asumido una actitud de perentoria defensa.

Pero, es claro que, de no haber ocurrido esta serie de infortunios hacia la humanidad de un Dantés joven y soñador, la posteridad jamás habría mantenido una riqueza literaria tan febril y vertiginosa con el paso de los años. Es el sacrificio que asumió Dumas para que su obra llegara a tornarse un rotundo deleite en el deleite de los lectores. Porque la fisonomía de Dantés provocó también que nos convirtiéramos en otros cómplices de su tormento. Su dolor cotidiano no podría ser compensado con nuestra impotencia, ni mucho menos con la acumulación de sensaciones que nos provocaba la revelación de la historia a medida que íbamos descubriendo las atrocidades incesantes hacia un hombre que no buscaba más que una vida cómoda, sin dolor y triunfos medianos logrados con esfuerzo y constancia, tal como los demás congéneres de su entorno.

La intención del héroe silencioso coincide con la misma magnitud de pensamientos hacia una gloria moderada, sin virtudes, lejanos de toda señal donde el prestigio no abunde en ceremonias ampulosas que envanezcan su soterrada discreción, ni muchos menos lo obligue a alterar su paraíso, construido a partir de unos valores imbuidos en la modestia y sobriedad. No obstante, estas ideas, tan poco romantizadas en el capricho intelectual y soberbio de una generación seducida por los aires del arte y las tendencias de lo místico, son deshechas por la revelación definitiva. ¡Quién iba a pensar que, precisamente, en una cloaca encontraría, sin más compañía que las burlas, los reproches y el ocio lento, el verdadero sentido de la libertad! ¡Es casi inconcebible que, únicamente, con la aparición del anciano abate Faria y la idea terminante de fugarse, pudiera desenmascarar todo su pasado y las razones ineludibles de su larga condena!

Aparte de tales hallazgos, el rumbo de su historia parece adoptar nuevas vías, cuyas recompensas permiten un convencimiento total de venganza. El ingenio de un Faria destruido, luchando en todo tiempo con la muerte y el aburrimiento, a partir de la escritura recursiva y de una memoria privilegiada, que la bastó para recordar todas las obras que había leído antes de su cautiverio, sin querer fue el modo más grandioso para desafiar a los verdugos que les coartaban todos los vínculos posibles de distracción. La decepción de Dantés consigo mismo y la posibilidad de ocupar el tiempo en otros menesteres distintos a los de renegar y sufrir por el pasado, fueron suficientes estímulos para no dejarse derrotar y continuar en su larga lucha: la venganza lenta, tardía, minuciosa.       

Después de la fuga.

Durante la transición del relato, se puede ver cómo sus facciones de ensueño prontamente pasan por una serie de transformaciones: de la confusión al ser enviado a una cloaca sin saber el motivo, poco a poco, y por causa de revelaciones ajenas a su candidez inicial, a un odio comprensible, alimentándose de la ira y el desprecio cuyos reproches recaen al abandono de Dios, a aquellos miserables que no representan otra cosa que la inquina.

Pero el héroe es conocedor de su condición y se adhiere a la inutilidad de ampararse en los quejidos, en los llantos continuos creados únicamente por la soledad. Y ante esta nueva condición parece enseñarnos a hallar un grado de optimismo suficiente (por muy mínimo que parezca) para emprender la fuga o, por lo menos morir durante el intento. Al parecer fue en este impulso donde los deseos adquirieron una forma increíble. Es consciente de su misión como emisario de la venganza. Se nutre de ella, la adopta a tales extremos irrefutables que, desde el momento de su fuga y a la suerte que se le atraviesa; como una verdadera recompensa a su larga espera, ya la considera un dogma infinito. Edmundo Dantés es el símbolo del hombre abatido pero febril.

Del personaje apabullado por un autor sin misericordia que lo estropea sin tregua para después enaltecerlo ante las miradas siniestras o, muchas veces, sensibles de los lectores y sus enemigos, se esconde un hombre rabioso, pero, al contrario de una viuda de Pablo Savarini o un Raskolnikof, la rabia de este nuevo conde de Montecristo es magistral. En vez de actuar con precipitación, prefiere una venganza paulatina, sin alteraciones, más bien metódica. Tanto así es su desprecio moderado que prefiere involucrarse en el ambiente parisino de la ambición, el pecado y la superstición común en la aristocracia del siglo XVIII.

Aunque los resultados muchas veces resultan nefastos, su propósito se cumple sin contratiempos, ni riesgos. Por más que los momentos de debilidad lo complican y parecen condenarlo al pasado, una fuerza adquirida por la dureza del sufrimiento es superior a las adversidades, no permite que nada obstruya sus planes, al contrario, asume el valor necesario para concluir con lo iniciado y, cuando esto ocurre, nuevamente renace el humano vulnerable, el ser restituido que renuncia a todo y empieza un nuevo ciclo, experiencia única para aquellos genios que experimentan una verdadera evolución, se reconcilia con la sensibilidad como si esta tuviera un contacto milagroso hacia las pasiones de su vida, cuyas consecuencias, finalmente, trascienden en la sabiduría que nos brinda a todos una lección resumida en tan solo dos verbos infalibles: confiar y esperar.