Frente
a los designios del odio
Una justificación válida
sobre la venganza.
Sobreponerse a los
límites del perdón para acudir al orgullo y que, de alguna manera, este actúe bajo
sus propios impulsos; muchas veces sin importar qué clase de consecuencias
nefastas provoquen en el porvenir. A partir de la construcción de un odio lento,
superior ante cualquier intento de bondad; este tiene una justificación
fortuita, siempre y cuando sea necesario apartarse, definitivamente, de las múltiples
fuerzas acusadoras con que muchas veces la moral impone. Por eso, resulta casi
inherente a la rebelión, conformar una barrera indómita donde la culpa nunca
traspase y perturbe la obsesión paulatina de venganza. No basta con someter la
dignidad, los anhelos y las pasiones coartadas (vilmente, por manos enemigas) a
los designios sobrenaturales, cuyas leyes místicas, por lo general, suelen
entregar, con el pretexto de una bondad débil, los impulsos de ese y cualquier
tipo de venganza a una fuerza superior, diríase sobrenatural.
Las causas y la
revelación.
Porque está claro: es en
el encierro donde las esperanzas se desvanecen, y el poco brillo que queda, de
inmediato es desgarrado por las fuerzas inevitables de la resignación. A
Edmundo Dantés los deseos se tornan incómodos, son reducidos a un sinfín de
fracasos de una manera abrupta por decisiones ajenas, que la desesperación lo envuelve
y la intriga por esperar aquella mano compasiva que por fin merodeara por los desconocidos
pasillos donde el calabozo alberga su humanidad hecha harapos, próximamente el
tiempo lo consigna en las fauces del dolor, allí donde las derrotas diarias
suelen ser superiores a sus posibilidades de defensa.
Quizás porque su dios
Dumas y los demonios intransigentes de la envidia, el recelo y la cobardía, decidieran
que su grandeza la encontrara en un calabozo y no en el mar; de ninguna manera
se descarta el destino alternativo que, como lectores, le podríamos asignar a
nuestro héroe si, al omnipotente Dumas no se le hubiera ocurrido engendrar un
personaje tan leal (sobrepasando la línea convergente de la ingenuidad), a tal
punto de nunca darse por enterado que el encargo concedido por su jefe, antes
de fallecer, representara su destino fatal al destierro y al olvido. O, si al
tirano Danglars no le hubiera dado por escribir aquella misiva a los oficiales
de la realeza, a manera de broma, aludiendo que Dantés era un posible
conspirador importante de los insurrectos napoleónicos. O, si al austero
procurador Villefort, durante la indagatoria a la cual estaba sometiendo a
Dantés, y cuando estaba a punto de cumplir a cabalidad con el reglamento del
rey y dejarlo ir, ya que todo había sido una supuesta confusión, no se hubiera
dado cuenta del contenido y la procedencia del encargo con el que Dantés le
muestra ingenuamente, tal vez nunca lo habría enviado sin misericordia a prisión
para salvar el pellejo a su padre Noirtier y, de paso, su prestigio ante la
corte del rey. O, si Fernando hubiera aceptado con la madurez necesaria que el
amor de Mercedes únicamente le correspondía a Edmundo, nunca hubiera aceptado
la treta preparada junto con su cómplice Danglars. O, si al borrachín y avaro Caderousse
hubiera estado en un grado mínimo de lucidez, por lo menos, en el necesario
para impedir que sus dos compañeros-Danglars y Fernando-cuando estaban preparando
la conspiración en el bar, la confusión no le habría engañado la memoria y
habría asumido una actitud de perentoria defensa.
Pero, es claro que, de no
haber ocurrido esta serie de infortunios hacia la humanidad de un Dantés joven
y soñador, la posteridad jamás habría mantenido una riqueza literaria tan
febril y vertiginosa con el paso de los años. Es el sacrificio que asumió Dumas
para que su obra llegara a tornarse un rotundo deleite en el deleite de los
lectores. Porque la fisonomía de Dantés provocó también que nos convirtiéramos
en otros cómplices de su tormento. Su dolor cotidiano no podría ser compensado
con nuestra impotencia, ni mucho menos con la acumulación de sensaciones que
nos provocaba la revelación de la historia a medida que íbamos descubriendo las
atrocidades incesantes hacia un hombre que no buscaba más que una vida cómoda,
sin dolor y triunfos medianos logrados con esfuerzo y constancia, tal como los
demás congéneres de su entorno.
La intención del héroe silencioso
coincide con la misma magnitud de pensamientos hacia una gloria moderada, sin
virtudes, lejanos de toda señal donde el prestigio no abunde en ceremonias
ampulosas que envanezcan su soterrada discreción, ni muchos menos lo obligue a alterar
su paraíso, construido a partir de unos valores imbuidos en la modestia y
sobriedad. No obstante, estas ideas, tan poco romantizadas en el capricho
intelectual y soberbio de una generación seducida por los aires del arte y las
tendencias de lo místico, son deshechas por la revelación definitiva. ¡Quién
iba a pensar que, precisamente, en una cloaca encontraría, sin más compañía que
las burlas, los reproches y el ocio lento, el verdadero sentido de la libertad!
¡Es casi inconcebible que, únicamente, con la aparición del anciano abate Faria
y la idea terminante de fugarse, pudiera desenmascarar todo su pasado y las
razones ineludibles de su larga condena!
Aparte de tales hallazgos,
el rumbo de su historia parece adoptar nuevas vías, cuyas recompensas permiten
un convencimiento total de venganza. El ingenio de un Faria destruido, luchando
en todo tiempo con la muerte y el aburrimiento, a partir de la escritura
recursiva y de una memoria privilegiada, que la bastó para recordar todas las
obras que había leído antes de su cautiverio, sin querer fue el modo más grandioso
para desafiar a los verdugos que les coartaban todos los vínculos posibles de
distracción. La decepción de Dantés consigo mismo y la posibilidad de ocupar el
tiempo en otros menesteres distintos a los de renegar y sufrir por el pasado,
fueron suficientes estímulos para no dejarse derrotar y continuar en su larga
lucha: la venganza lenta, tardía, minuciosa.
Después de la fuga.
Durante la transición del
relato, se puede ver cómo sus facciones de ensueño prontamente pasan por una
serie de transformaciones: de la confusión al ser enviado a una cloaca sin
saber el motivo, poco a poco, y por causa de revelaciones ajenas a su candidez
inicial, a un odio comprensible, alimentándose de la ira y el desprecio cuyos
reproches recaen al abandono de Dios, a aquellos miserables que no representan
otra cosa que la inquina.
Pero el héroe es
conocedor de su condición y se adhiere a la inutilidad de ampararse en los
quejidos, en los llantos continuos creados únicamente por la soledad. Y ante
esta nueva condición parece enseñarnos a hallar un grado de optimismo
suficiente (por muy mínimo que parezca) para emprender la fuga o, por lo menos
morir durante el intento. Al parecer fue en este impulso donde los deseos
adquirieron una forma increíble. Es consciente de su misión como emisario de la
venganza. Se nutre de ella, la adopta a tales extremos irrefutables que, desde
el momento de su fuga y a la suerte que se le atraviesa; como una verdadera
recompensa a su larga espera, ya la considera un dogma infinito. Edmundo Dantés
es el símbolo del hombre abatido pero febril.
Del personaje apabullado
por un autor sin misericordia que lo estropea sin tregua para después
enaltecerlo ante las miradas siniestras o, muchas veces, sensibles de los
lectores y sus enemigos, se esconde un hombre rabioso, pero, al contrario de
una viuda de Pablo Savarini o un Raskolnikof, la rabia de este nuevo conde de
Montecristo es magistral. En vez de actuar con precipitación, prefiere una
venganza paulatina, sin alteraciones, más bien metódica. Tanto así es su desprecio
moderado que prefiere involucrarse en el ambiente parisino de la ambición, el
pecado y la superstición común en la aristocracia del siglo XVIII.
Aunque los resultados
muchas veces resultan nefastos, su propósito se cumple sin contratiempos, ni
riesgos. Por más que los momentos de debilidad lo complican y parecen
condenarlo al pasado, una fuerza adquirida por la dureza del sufrimiento es
superior a las adversidades, no permite que nada obstruya sus planes, al
contrario, asume el valor necesario para concluir con lo iniciado y, cuando
esto ocurre, nuevamente renace el humano vulnerable, el ser restituido que
renuncia a todo y empieza un nuevo ciclo, experiencia única para aquellos genios
que experimentan una verdadera evolución, se reconcilia con la sensibilidad
como si esta tuviera un contacto milagroso hacia las pasiones de su vida, cuyas
consecuencias, finalmente, trascienden en la sabiduría que nos brinda a todos
una lección resumida en tan solo dos verbos infalibles: confiar y esperar.