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jueves, 28 de enero de 2021

El nuevo mártir

El rugido nos estremeció. Enfilados, con las manos atrás (porque así lo exigía el reglamento), mantuvimos la calma obligatoria, mientras la fuerte y monótona cátedra estaba a punto de resarcir, mediante frases postizas, nuestras culpas inventadas. La frustración se había ensañado en cada cuerpo curtido de polvo, dejando huellas incómodas de notorio sopor, por culpa del insoportable calor. Teníamos la alegría mutilada. Apenas nos quedaba un breve instante para levantar la cara a la altura del pecho de nuestro verdugo diario, y desviar la mirada hacia la ola polvorienta que se bifurcaba tenuemente: ahí moría el rastro definitivo de nuestra euforia anterior.

Mientras la perorata por fin se disolvía en retahílas empalagosas, surgió, en una posición incómoda de amenaza, nuestra nueva angustia. Cuando todo parecía indicar el final del suplicio, de repente lo vimos aparecer en la sombra. Aquel cuerpo raquítico y mal vestido estaba custodiado por una manta deteriorada y enorme plegada en la rudeza de una rama. El gesto parecía indicar la cruda intención. Apenas recorrió en forma circular el dedo en su cuello, la voluntad de intentar alguna escapatoria se tornó en un deseo lejano: - ¡Tenemos evaluación de álgebra! – quería decir aquella señal implacable.

Apenas el verdugo se alejaba a paso firme de nuestra vista, el otro, en cambio, esperó con calma triunfal, mientras el calor era reemplazado por una brisa incómoda que nos hacía tiritar, quién sabe si de rabia, de frío o de miedo. Por más que en su apariencia mostrara un aire de serenidad, era todo lo contrario a una buena persona. Con el aire de grandeza que contrastaba con el saco de lana desteñido, los zapatos marrones viejos, el jean roto en las rodillas y el pelo y el bigote alborotados, miró el reloj con la misma cruel parsimonia de aquel que está a punto de fusilar a sus víctimas.

- Cinco minutos más y nos vamos a la hora de su derrota -, bromeó, mostrando una risita sosa.

El silencio nunca se alteró. Pero era seguro que todos deseábamos, en la soledad del improvisado patio, que algo inaudito ocurriera con tal de salvarnos del martirio. Ya no servían los dolores de estómago de Oscar, los ataques epilépticos de González, ni la esquizofrenia de Catalina. En su crueldad no existía la palabra misericordia.

-En dos minutos nos vamos al salón, en orden -, pronunció con victoria fingida.

Seguramente había sido por la resignación que nunca nos fijamos en el borrachín desharrapado surgido de alguna cueva. Su andar tambaleante pasó a escasos metros de la fila. Contuvimos la risa hasta cierto momento. Al tumbarse en el polvo y empezar a escupir improperios, las carcajadas fueron inevitables. El hombre se levantó con dificultad, y con inesperada alevosía arrastró sus pasos hacia nuestro nuevo verdugo. Parecía inofensivo. Seguramente le pediría alguna moneda para el pan o empezaría el repertorio de la autocompasión que despertara alguna lástima. Pero a nuestro  nuevo verdugo, ni la desgracia ajena lo conmovía.

El silencio se quebró cuando el borracho, con el puño cerrado y poseído por una lenta furia, lanzó un golpe certero. Nuestro nuevo verdugo, petrificado por el ataque, cayó en el rezago de arbusto húmedo y crecido. Las risas prontamente se tornaron en exclamaciones de asombro. Por fin alguien lo había puesto en su sitio.

- ¡Nos salvamos de la evaluación! – Se atrevió a decir con ligereza Oscar al momento de ver un remedo de animal herido levantarse de las cenizas y del charco negruzco.

Todos apenas asentimos sin mostrar alguna intención de socorrerlo. Ahí se hallaba el retrato de un hombre derrotado que empezaba a convertirse en nuestro nuevo mártir.

- Se va a desquitar, así como lo hace con nosotros cuando no le entregamos los ejercicios – profetizó un González tembleque de emoción.

- Ya se levantó, se ve furioso. Está embarrado y lo va a matar – Empezó a farfullar Catalina.

El borrachín seguía escupiendo amenazas, a veces crudas, otras, cortadas por el carraspeo de su resaca. En el segundo ataque, nuestro nuevo mártir, ya con el ojo amoratado y la rabia ensanchándose en sus pómulos, solamente se limitó a evadir los siguientes golpes sin intención de agredirlo. Simplemente murmuraba frases de calma, como única manera de defensa ante la furia cohibida.

El borrachín, consumido por la embriaguez, cayó de bruces en el barro y siguió barbotando frases incomprensibles terminadas en insultos melancólicos. Nuestro nuevo mártir se puso la bata y, con los ojos inyectados de una sangre espesa, nos ordenó sin gritar que marcháramos hacia el salón, dejando en el completo abandono al guiñapo ebrio que se retorcía en el barro, gimoteando y lanzando patadas en el aire.  

Íbamos a paso lento, entre confusos y decepcionados al reconocer la poca valentía de un hombre que durante muchos años siempre irradiaba un carácter febril e inhumano. En nuestra expectativa estaba la idea de contrariarlo en todo. Le habíamos perdido el respeto para siempre. Y como prueba de ello, planeábamos un sabotaje en plena evaluación. Nos tomaríamos la clase para hacer alboroto; y si hubiese cualquier llamado de atención, los reproches a su cobardía no se harían esperar.

Pero nuestro nuevo mártir, con la dignidad intacta, detuvo en seco la marcha sincronizada de la fila con un silbido escandaloso, justo a escasos metros del colegio. Desvió la mirada, aun sin importar la señal negruzca, penosamente deforme y, poseído por el encanto fervoroso de un héroe sacrificado, se dirigió a nosotros con voz firme:

- Aunque ganas nunca me faltaron, no le pegué porque los respeto a ustedes. Así no crean, tengo que darles ejemplo-. Su eco se había extendido por toda la calle, despertando la conmoción de ladridos.  

Nuestra incredulidad fue tomando una forma tímida y confusa de admiración. No supe si era por la conmoción del día o por el pretexto infame de congraciarme en su vergüenza, pero decidí aplaudirlo. Los demás, todavía indecisos, decidieron seguirme en el modesto elogio. Sin querer, aquel día nuestro nuevo mártir nos había dado una lección de heroísmo. 

viernes, 8 de enero de 2021

La añoranza infeliz del octogenario

Cuando el ruido de la pólvora desparramó toda su furia en la calle, el anciano Matías, todavía con un vestigio de rabia en su ceño, se limitó a arrastrar con dificultad su cuerpo pesado y consumido por la artritis, hacia la sala. Mientras su mujer roncaba más por resignación que por fingido placer, decidió correr las cortinas y presenciar sin amor la algarabía que había afuera. El bullicio de la música instalada en bafles enormes runruneaba un estribillo monótono e incomprensible que ya empezaba a retumbar en sus tímpanos artificiales. A medida que su vista se iba aclarando y las cataratas le permitían distinguir unas manchas lejanas moviéndose al ritmo de la música, emitió un vago quejido: “Ya es navidad”.

El clamoreo de sus vecinos henchidos por la embriaguez le hizo recordar, durante lapsos fugaces, la época feliz en que la Navidad se vivía un mes entero, repleto de momentos inesperados y no solamente el trance común ofrecido por una noche efímera. Con la rabia extinta, abrió un poco la ventana para respirar el aroma acogedor de la pólvora: “Señal vigente de los tiempos heroicos”, pensó sin sorpresa. A medida que se auguraba una gresca entre los primeros borrachines imprudentes, el anciano Matías se entregó a su primer delirio nostálgico.

Sin pretenderlo, aquella algarabía vulgar lo remitió a los momentos remotos en que todavía creía que la niñez duraría cien años. Por entonces, la vejez tan solo era un asunto de los abuelos y el presente parecía ser la razón infalible para librarse de los males escolares. Atrás quedaba la tortura de las notas finales y, por fin, la recompensa consistía en las ansias fervorosas por esperar el primero de diciembre. Época única en la que se podía olvidar por completo de las tragedias anuales.

El niño Matías se despertaba eufórico de su cama con aroma a moho y, sin siquiera bañarse los dientes, salía con suma desesperación a la calle para presenciar el primer espectáculo: los vecinos acordonando con cinta amarilla los postes extremos, cuyo anuncio decía NO HAY PASO PARA VEHÍCULOS, inauguraban la gran fiesta que, sin duda, se prolongaría hasta enero. No valían los reproches de su mamá, ni mucho menos las amenazas de encierro. A duras penas se lavaba la cara para reunirse puntual con sus amigos del barrio y emprender la emoción sin límites.

La jornada era larga y no había tiempo que perder. Mientras muchos de sus vecinos dejaban abiertos los portones y sacaban las canecas de pintura para empezar el prodigioso arte de decorar la avenida, sus compinches, en cambio, se dedicaban a discutir qué jugarían primero. Era una decisión compleja que requería de un liderazgo promisorio, digno de un carácter inquieto y rebelde. Así que, el niño Matías asumía semejante responsabilidad y todos, sin chistar, accedían a su determinación. A veces iniciaban con la dura prueba del yermis, para pasar a la lleva, luego a los congelados, después rejito quemado y por último los emocionantes cotejos de fútbol. Los días se tornaban así de tranquilos y pletóricos. No daba oportunidad ni siquiera para dormir. Había momentos en que tampoco el cansancio los vencía y las horas de juego se prolongaban hasta la medianoche, cuando el rugido de las mamás les hacía comprender la noción del tiempo.

Recordó también cuando eran testigos de la preparación que hacían los vecinos en la cuadra. Algunos se encargaban de poner los festones, encaramándose siempre a las terrazas ajenas, para definir, con una precisión adquirida por una experiencia natural, el amplio camino colorido. Otros, en cambio, con dedicación asombrosa, se encargaban de marcar con brochas gordas los cuadros blanquiazulitos de los andenes, para después dibujar con gran estilo un Papá Noel diferente en cada fachada, cuyos mensajes alusivos a la feliz navidad en letras redondas y vistosas, despertaban una sensación incomparable de armonía. El tiempo parecía transcurrir con parsimonia, como si este también disfrutara del sencillo paraíso creado por la unión y el azar.

Una ligera lágrima de conmoción hizo que su fama silenciosa de viejo impasible se disipara por completo, al instante en que las primeras gotas de un aguacero inaudito golpearan en la ventana. Ni siquiera el aroma gélido a tierra húmeda podía detener el escándalo que provocaban sus vecinos. Acodado en el dintel de la ventana, el anciano Matías recordó también cuando las luces multicolores refulgían intermitentes en cada una de las ventanas o terrazas. Su esplendor no era nada vulgar como el de ahora. Era tanta la magia, que alcanzaba a iluminar con facilidad los festones pendidos mientras una tierna brisa los mecía durante las noches tranquilas. “No se pensaba en los afanes del mañana”, se aventuró a murmurar al instante en que el impacto de la pólvora otra vez lo había estremecido.

Pero el momento más importante era la noche del veinticuatro. Ninguna casa permanecía cerrada. El banquete estaba distribuido en múltiples mesas donde cada quien, sin muestra de vergüenza, podía comer lo que se le antojara. La algarabía siempre estaba acompañada del son melancólico de Buitraguito, mientras muchos bebían interminables petacos de cerveza. Y aun en los instantes de borrachera, todos eran conscientes de que no podían perjudicar la armonía, por eso solían entregarse a un llanto lastimero, rumiando muchas veces frases acartonadas alusivas al perdón.

Cuando llegaba la hora de los regalos, los juegos quedaban suspendidos. Formaban un círculo en la mitad de la carretera para comentar lo que el Niño Dios les había traído. Y entre exhibiciones de carros con propulsores, pistolas de balines, balones y muñecas, la pandilla pactaba para el próximo año portarse mejor. Después solían lanzarse miradas cómplices con la firme certeza de que siempre mantendrían la misma unión hasta que la lejana vejez los sorprendiera con achaques destinados por el deterioro inevitable…

La rabia del anciano se tornó en una repentina sensación de alegría inútil. Su mirada, empañada en nuevos recuerdos, se perdía para siempre en el rostro deforme de un Papá Noel que surgía pobremente en alguna terraza vecina.