El rugido nos estremeció.
Enfilados, con las manos atrás (porque así lo exigía el reglamento), mantuvimos
la calma obligatoria, mientras la fuerte y monótona cátedra estaba a punto de resarcir,
mediante frases postizas, nuestras culpas inventadas. La frustración se había
ensañado en cada cuerpo curtido de polvo, dejando huellas incómodas de notorio
sopor, por culpa del insoportable calor. Teníamos la alegría mutilada. Apenas
nos quedaba un breve instante para levantar la cara a la altura del pecho de
nuestro verdugo diario, y desviar la mirada hacia la ola polvorienta que se
bifurcaba tenuemente: ahí moría el rastro definitivo de nuestra euforia
anterior.
Mientras la perorata por fin se
disolvía en retahílas empalagosas, surgió, en una posición incómoda de amenaza,
nuestra nueva angustia. Cuando todo parecía indicar el final del suplicio, de
repente lo vimos aparecer en la sombra. Aquel cuerpo raquítico y mal vestido estaba
custodiado por una manta deteriorada y enorme plegada en la rudeza de una rama.
El gesto parecía indicar la cruda intención. Apenas recorrió en forma circular
el dedo en su cuello, la voluntad de intentar alguna escapatoria se tornó en un
deseo lejano: - ¡Tenemos evaluación de álgebra! – quería decir aquella señal
implacable.
Apenas el verdugo se alejaba a
paso firme de nuestra vista, el otro, en cambio, esperó con calma triunfal, mientras
el calor era reemplazado por una brisa incómoda que nos hacía tiritar, quién
sabe si de rabia, de frío o de miedo. Por más que en su apariencia mostrara un
aire de serenidad, era todo lo contrario a una buena persona. Con el aire de grandeza
que contrastaba con el saco de lana desteñido, los zapatos marrones viejos, el jean
roto en las rodillas y el pelo y el bigote alborotados, miró el reloj con la misma
cruel parsimonia de aquel que está a punto de fusilar a sus víctimas.
- Cinco minutos más y nos vamos
a la hora de su derrota -, bromeó, mostrando una risita sosa.
El silencio nunca se alteró.
Pero era seguro que todos deseábamos, en la soledad del improvisado patio, que
algo inaudito ocurriera con tal de salvarnos del martirio. Ya no servían los
dolores de estómago de Oscar, los ataques epilépticos de González, ni la
esquizofrenia de Catalina. En su crueldad no existía la palabra misericordia.
-En dos minutos nos vamos al
salón, en orden -, pronunció con victoria fingida.
Seguramente había sido por la resignación
que nunca nos fijamos en el borrachín desharrapado surgido de alguna cueva. Su
andar tambaleante pasó a escasos metros de la fila. Contuvimos la risa hasta
cierto momento. Al tumbarse en el polvo y empezar a escupir improperios, las
carcajadas fueron inevitables. El hombre se levantó con dificultad, y con
inesperada alevosía arrastró sus pasos hacia nuestro nuevo verdugo. Parecía
inofensivo. Seguramente le pediría alguna moneda para el pan o empezaría el
repertorio de la autocompasión que despertara alguna lástima. Pero a nuestro nuevo verdugo, ni la desgracia ajena lo
conmovía.
El silencio se quebró cuando
el borracho, con el puño cerrado y poseído por una lenta furia, lanzó un golpe certero.
Nuestro nuevo verdugo, petrificado por el ataque, cayó en el rezago de arbusto
húmedo y crecido. Las risas prontamente se tornaron en exclamaciones de
asombro. Por fin alguien lo había puesto en su sitio.
- ¡Nos salvamos de la
evaluación! – Se atrevió a decir con ligereza Oscar al momento de ver un remedo
de animal herido levantarse de las cenizas y del charco negruzco.
Todos apenas asentimos sin
mostrar alguna intención de socorrerlo. Ahí se hallaba el retrato de un hombre
derrotado que empezaba a convertirse en nuestro nuevo mártir.
- Se va a desquitar, así como
lo hace con nosotros cuando no le entregamos los ejercicios – profetizó un
González tembleque de emoción.
- Ya se levantó, se ve
furioso. Está embarrado y lo va a matar – Empezó a farfullar Catalina.
El borrachín seguía escupiendo
amenazas, a veces crudas, otras, cortadas por el carraspeo de su resaca. En el
segundo ataque, nuestro nuevo mártir, ya con el ojo amoratado y la rabia
ensanchándose en sus pómulos, solamente se limitó a evadir los siguientes
golpes sin intención de agredirlo. Simplemente murmuraba frases de calma, como
única manera de defensa ante la furia cohibida.
El borrachín, consumido por la
embriaguez, cayó de bruces en el barro y siguió barbotando frases
incomprensibles terminadas en insultos melancólicos. Nuestro nuevo mártir se
puso la bata y, con los ojos inyectados de una sangre espesa, nos ordenó sin
gritar que marcháramos hacia el salón, dejando en el completo abandono al guiñapo
ebrio que se retorcía en el barro, gimoteando y lanzando patadas en el aire.
Íbamos a paso lento, entre
confusos y decepcionados al reconocer la poca valentía de un hombre que durante
muchos años siempre irradiaba un carácter febril e inhumano. En nuestra
expectativa estaba la idea de contrariarlo en todo. Le habíamos perdido el
respeto para siempre. Y como prueba de ello, planeábamos un sabotaje en plena
evaluación. Nos tomaríamos la clase para hacer alboroto; y si hubiese cualquier
llamado de atención, los reproches a su cobardía no se harían esperar.
Pero nuestro nuevo mártir, con
la dignidad intacta, detuvo en seco la marcha sincronizada de la fila con un
silbido escandaloso, justo a escasos metros del colegio. Desvió la mirada, aun sin
importar la señal negruzca, penosamente deforme y, poseído por el encanto
fervoroso de un héroe sacrificado, se dirigió a nosotros con voz firme:
- Aunque ganas nunca me
faltaron, no le pegué porque los respeto a ustedes. Así no crean, tengo que darles
ejemplo-. Su eco se había extendido por toda la calle, despertando la conmoción
de ladridos.
Nuestra incredulidad fue tomando una forma tímida y confusa de admiración. No supe si era por la conmoción del día o por el pretexto infame de congraciarme en su vergüenza, pero decidí aplaudirlo. Los demás, todavía indecisos, decidieron seguirme en el modesto elogio. Sin querer, aquel día nuestro nuevo mártir nos había dado una lección de heroísmo.
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