La noche anterior, antes de haber abandonado sin
arrepentimiento la mesa, se dedicó a garabatear con el cortaúñas letras
incomprensibles que después borraba con una rabia oculta. Por el momento nadie
había reconocido alguna señal en ese gesto común de pereza, tan solo un leve
deseo que lo iba sobrellevando cuando ignoraba el reloj o esperaba con un ansia
reprimida el llamado de Sánchez.
Como siempre, ausente de los diálogos, recurriendo a las respuestas cortantes y lentas de las cuales nos habíamos
acostumbrado, su interés por las hazañas mujeriles de Tiberio se reducía
solamente a un bufido pausado, pobre, que se perdía entre las carcajadas comunes
y los gritos de las otras mesas.
Ni siquiera estaba nervioso. Mostraba siempre la
misma impasibilidad de todos los sábados, cuando era el final de la jornada y
nos quedaba un pedazo de tarde para emborracharnos hasta la madrugada donde Sánchez.
En nada había cambiado el rito de tirar la colilla en la botella plagada de
cunchos y quitarse la chaqueta ovejera.
-No se había quitado toda la ropa-Había dicho
Tiberio cuando las olas de humos se condensaban en toda la taberna.
-Pero para eso hay que ser muy vivo. Si no se quita
la ropa es porque algo está ocultando-Intervino Alirio, quien intentaba
acomodar las palabras para que no se oyeran arrastradas, incoherentes.
-Está bien. Pero que fue buen polvo, fue buen
polvo-Respondió con determinación Tiberio, bebiéndose la media cerveza que
seguramente estaba tibia.
-No le perdió pata usté al viejo Absalón, ¿no?-Había
sido el primer y único arrebato de euforia inesperada, de euforia dispersa, que
le habíamos escuchado antes de irse.
Por un momento me atreví a mirarlo. El bigote
hirsuto y desordenado, las líneas delgadas y grises que le alcanzaban a dibujar
los brazos, los escasos y ralos vellos que se lograban escapar de la camiseta,
parecían protegerlo de una posible angustia, de una posible catástrofe. Ni
acercando la silla a su lado como un auténtico pretexto de no interrumpir el
chico de rana que los otros obreros se estaban disputando a muerte, fue
necesario para vislumbrar algún impulso de rabia. Todo lo sabía controlar.
Tenía la capacidad asombrosa de no mostrar ni una queja al mundo, pese a
perderlo todo en un juego de cartas, a descubrirse en el abandono aquella tarde
de abril cuando Isabel lo dejó solamente con unos trastos y una nota en cursiva
en el espejo del chifonier, pese a los reproches paternales de don Absalón. Era
como si el trozo de esperanza lo hubiera magullado en un sortilegio de
indiferencias comunes, prácticas.
-Pero de algo puedo estar seguro y es que la hembra
olía a canela-Se atrevió a gritar Tiberio, luego de destapar la otra botella.
-¿Y eso qué tiene de malo?-Preguntó perezoso Alirio.
-Nada. Solo que…
Interrumpido por un eructo imprevisto, luego de la
frase inconclusa, preciso cuando nuestras lenguas empezaban a entorpecer y
nuestros ojos, irritados por la luz azulina que refulgía con intensidad, nos
iba arrebatando de vez en cuando la tranquilidad y la visión, lo vimos
levantarse, tambaleante, pero decidido.
-El baño es por allá-Recuerdo que le había gritado
torpemente, señalando al pequeño vacío que había a la izquierda.
No recuerdo si fue primero el otro cuerpo, mucho más
grande, que se había interpuesto en su lento camino o, tal vez, fue la momentánea
lucidez en medio de su borrachera que lo obligó a acercársele más. Lo único
cierto fue que alcancé a ver claramente cómo se habían desviado a mano derecha,
en un callejón oculto y tal vez amplio, abandonado a la suerte de la madrugada.
La sorpresa, seguido de nuestro remordimiento,
estuvo presente al otro día, cuando nos recuperábamos de la resaca en el
restaurante de doña Lilia, sorbiendo sin preocupación el plato de caldo. La
noticia nos cayó de golpe, con la voz gruesa y acelerada de Don Absalón quien se mostraba tan
pálido e indefenso.
-¡Mataron al indio Carlos Real!
Mudos, perplejos, deseando que fuera algún intento
cruel de broma, nos mantuvimos fríos y precavidos para no alertar cualquier
ruido que interviniera con la verdadera noticia. Pero ante lo inútil, ante lo
inevitable, en ese momento hubiera querido recordar cada detalle, cada sorpresa,
cada vestigio posible, para esclarecer alguna sospecha que pudiera justificar
la muerte de Carlos. Las regresiones, pobres, difusas, incoherentes solamente
me valieron para no haber deseado que la noche anterior transcurriera con la
misma normalidad de todos los sábados, sin que hubiese, aunque fuera un rastro
mínimo que provocara una posible culpa a la tragedia, por lo menos para
salvarnos del rito casual que inventara una forma de presentimiento, algo que
sirviera para no perjudicarnos con lo inesperado.
BARRIO SAN AGUSTÍN, DICIEMBRE 31 DE
2017