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martes, 26 de junio de 2018

NI UN RASTRO MÍNIMO


La noche anterior, antes de haber abandonado sin arrepentimiento la mesa, se dedicó a garabatear con el cortaúñas letras incomprensibles que después borraba con una rabia oculta. Por el momento nadie había reconocido alguna señal en ese gesto común de pereza, tan solo un leve deseo que lo iba sobrellevando cuando ignoraba el reloj o esperaba con un ansia reprimida el llamado de Sánchez.

Como siempre, ausente de los diálogos, recurriendo a las respuestas cortantes y lentas de las cuales nos habíamos acostumbrado, su interés por las hazañas mujeriles de Tiberio se reducía solamente a un bufido pausado, pobre, que se perdía entre las carcajadas comunes y los gritos de las otras mesas.

Ni siquiera estaba nervioso. Mostraba siempre la misma impasibilidad de todos los sábados, cuando era el final de la jornada y nos quedaba un pedazo de tarde para emborracharnos hasta la madrugada donde Sánchez. En nada había cambiado el rito de tirar la colilla en la botella plagada de cunchos y quitarse la chaqueta ovejera.  

-No se había quitado toda la ropa-Había dicho Tiberio cuando las olas de humos se condensaban en toda la taberna.

-Pero para eso hay que ser muy vivo. Si no se quita la ropa es porque algo está ocultando-Intervino Alirio, quien intentaba acomodar las palabras para que no se oyeran arrastradas, incoherentes.

-Está bien. Pero que fue buen polvo, fue buen polvo-Respondió con determinación Tiberio, bebiéndose la media cerveza que seguramente estaba tibia.

-No le perdió pata usté al viejo Absalón, ¿no?-Había sido el primer y único arrebato de euforia inesperada, de euforia dispersa, que le habíamos escuchado antes de irse.

Por un momento me atreví a mirarlo. El bigote hirsuto y desordenado, las líneas delgadas y grises que le alcanzaban a dibujar los brazos, los escasos y ralos vellos que se lograban escapar de la camiseta, parecían protegerlo de una posible angustia, de una posible catástrofe. Ni acercando la silla a su lado como un auténtico pretexto de no interrumpir el chico de rana que los otros obreros se estaban disputando a muerte, fue necesario para vislumbrar algún impulso de rabia. Todo lo sabía controlar. Tenía la capacidad asombrosa de no mostrar ni una queja al mundo, pese a perderlo todo en un juego de cartas, a descubrirse en el abandono aquella tarde de abril cuando Isabel lo dejó solamente con unos trastos y una nota en cursiva en el espejo del chifonier, pese a los reproches paternales de don Absalón. Era como si el trozo de esperanza lo hubiera magullado en un sortilegio de indiferencias comunes, prácticas.

-Pero de algo puedo estar seguro y es que la hembra olía a canela-Se atrevió a gritar Tiberio, luego de destapar la otra botella.

-¿Y eso qué tiene de malo?-Preguntó perezoso Alirio.

-Nada. Solo que…

Interrumpido por un eructo imprevisto, luego de la frase inconclusa, preciso cuando nuestras lenguas empezaban a entorpecer y nuestros ojos, irritados por la luz azulina que refulgía con intensidad, nos iba arrebatando de vez en cuando la tranquilidad y la visión, lo vimos levantarse, tambaleante, pero decidido.

-El baño es por allá-Recuerdo que le había gritado torpemente, señalando al pequeño vacío que había a la izquierda.

No recuerdo si fue primero el otro cuerpo, mucho más grande, que se había interpuesto en su lento camino o, tal vez, fue la momentánea lucidez en medio de su borrachera que lo obligó a acercársele más. Lo único cierto fue que alcancé a ver claramente cómo se habían desviado a mano derecha, en un callejón oculto y tal vez amplio, abandonado a la suerte de la madrugada.


La sorpresa, seguido de nuestro remordimiento, estuvo presente al otro día, cuando nos recuperábamos de la resaca en el restaurante de doña Lilia, sorbiendo sin preocupación el plato de caldo. La noticia nos cayó de golpe, con la voz gruesa y acelerada de Don Absalón quien se mostraba tan pálido e indefenso.

-¡Mataron al indio Carlos Real!

Mudos, perplejos, deseando que fuera algún intento cruel de broma, nos mantuvimos fríos y precavidos para no alertar cualquier ruido que interviniera con la verdadera noticia. Pero ante lo inútil, ante lo inevitable, en ese momento hubiera querido recordar cada detalle, cada sorpresa, cada vestigio posible, para esclarecer alguna sospecha que pudiera justificar la muerte de Carlos. Las regresiones, pobres, difusas, incoherentes solamente me valieron para no haber deseado que la noche anterior transcurriera con la misma normalidad de todos los sábados, sin que hubiese, aunque fuera un rastro mínimo que provocara una posible culpa a la tragedia, por lo menos para salvarnos del rito casual que inventara una forma de presentimiento, algo que sirviera para no perjudicarnos con lo inesperado.
BARRIO SAN AGUSTÍN, DICIEMBRE 31 DE 2017

            

LA INEVITABLE SOMBRA



Empezó a distinguir la cara que se formaba entre ese montón de bruma. Algo así como una nariz arrugada y llena de brotes grisáceos que se perfilaban a la pared, mientras los ojos, cuyas cuencas se escondían entre unos círculos amarillentos, quien sabe si era por la escasa luz que había en el patio, se encandilaban en una expresión de angustia y a la vez de una euforia predestinada.

Era el momento para evitar cualquier parpadeo, ni siquiera para abandonar la escoba. Se había aferrado tanto al mango de madera que nunca se percató de haberse impregnado por aquel sudor frío con rastros de mugre.

Al principio quería convencerse de que era un espejismo, someterse a un desafío de locura, producida por el ceremonial del tabaco y las letanías a los muertos que con tanto ahínco la Tomasina le había obligado a presenciar. “La noche de las huellas está preparada mijita”, le decía con la voz quebrada por el guarapo y la nicotina.

A veces adoptaba el aspecto de un hombre demacrado por alguna penuria, otras parecía el de una mujer entregada a las ruinas del tiempo. No supo si era por el miedo a confrontar la noche de cortinas transparentes, donde el reflejo de las luces naranjas que provenían de la calle, condensaban una apariencia lúgubre o tal vez era la sensación de soledad envuelta en temblores y plegarias que la obligaban a mantenerse delante de un espectáculo extraordinario. Lo cierto era que sentía el peso del compromiso estar ahí, sin posibilidad de escapar, porque a medida que tenía la intención, el humo se iba espesando con mayor intensidad, extendiéndose por toda la sala y arrastrándose, como si no tuviera el mínimo reparo de enfrentarse a su temor propio, a su estado lamentable, seguro de su compasión, iba venciendo el miedo con el impulso de la curiosidad.

El cuerpo iba conformando una masa deforme y rústica a medida que abría la boca en la misma disposición de alguien que quiere decir algo. Solo que en ese momento movía los labios y, muy débil, provocaba un ligero chasquido que le causaba una sensación de repudio. Durante varias horas, mientras la transfiguración de su cuerpo que en momentos se robustecía, formando los músculos de un aguerrido soldado y otras se reducía a un montón de huesos calcinados, cuya figura parecía entregarse al reflejo de un cadáver, experimentó a duras penas la vergüenza de su primer grito, pero el suficiente para que percibiera el miedo de la presencia humana y raquítica que se aferraba al palo de escoba.

Fue en el claro de luna cuando el rostro parecía conformar unos rasgos más evidentes. En medio de la espesura provocada por el humo, lanzó un aliento a leña quemada que invadió toda la casa. La presencia de una figura infernal se había expandido por todos los rincones que ya de nada servía recurrir a los rezos y a los gritos. Solo la maldición al padre y a la tía por revivir a punta de creencias, aquellos  monumentos que antes habían perecido en el más lejano olvido.

Apenas cerró los ojos, nunca pudo presenciar por culpa del miedo, el recorrido de su gigantesca figura por el patio, la cocina, los cuartos, la terraza, el zaguán. Hasta las macetas donde siempre renacían matorrales verdosos, posteriormente se transformaron en plateadas y marchitas plantas. Se había negado a la incredulidad. Era mejor renunciar a cualquier plegaria. La figura se mostraba más imponente que cualquier ánima bendita y las huellas cenicientas que se desparramaban por todo lugar, demostraban con furor la nueva tragedia en la familia. No bastaba con agarrarse al escapulario, ni balbucear rezos torpes, porque ya el signo mortífero había invadido la casa con su trágica sombra, que para derrumbarla era necesario recurrir a otra fuerza mucho más intimidantes que esta, más bondadosas que aquellas facciones rústicas, tal como siempre la ha recordado antes de cerrar los ojos para siempre.

En el último ruido, en el último murmullo de risas incompletas, pudo finalmente abrir los ojos para enfrentarse a la lobreguez del mundo. Ni siquiera símbolos de luz, ni vestigios de color. Durante varios intentos de abrir y cerrar los ojos, refregarse la vista con los dedos, pasarse algodón encontrado a tientas en el comedor, se entregó rápidamente al convencimiento de que esta sería el peso de su error por esconderse en la comodidad del miedo.

Entonces sería la entrada inicial a una serie de desgracias.